Los cuatro dioses vivían alejados, cada uno se había encerrado en su reino.
Camaxtle estaba siempre en la región del Este, ocupándose del nacimiento de la primavera y de la renovación del mundo vegetal. Y no sólo empleaba su tiempo en esos menesteres, pues además se adiestraba en el trabajo de los metales y piedras preciosas, fuera de practicar la caza.
Tezcatlipoca, en la región del Norte, desmadejaba su hastío adiestrándose en las artes de la peletería y el tejido de pluma, además de entretenerse haciendo mil travesuras, debido a su festiva juventud y a su gran alegría.
Quetzalcóatl, en tanto, en la región del Oeste, dejaba transcurrir plácidamente los días, pues además de cultivar con amor todas las flores de los jardines celestes, pasaba el mayor tiempo meditando y orando, dones inherentes, como que él era el patrón de los sacerdotes y de los ritos religiosos.
En cambio, del dios Huitzilopochtli, también llamado Omitéotl, el dios hueso, poco se sabía.
Él siempre estaba oculto en la región del Sur, y sus hermanos suponían que a su fealdad de esqueleto se debía ese aislamiento, aunque sospechaban que su hermano se adiestraba para la guerra y siempre estaba alerta a las señales del tiempo, para estar seguro de que serían benignas las cosechas, las cacerías y las expediciones de conquista.
Pero sucedió que un día los dioses recibieron una invitación, por parte de Tezcatlipoca, para recorrer las amplias extensiones de los cielos, ya que había nuevos habitantes en ellos.
Y fue entonces cuando todos quedaron sorprendidos al admirar a su hermano Huitzilopochtli, quien después de seiscientos años lucía hermoso, pues su esqueleto estaba totalmente cubierto por carne color azul.
El señor del Sur caminaba con paso gallardo, ya que no era un esqueleto.
Aquel primer dios llamado Omitéotl, lucía pródigamente hermoso. Era fuerte y se sentía seguro, y después de alabarle y felicitarle, sus hermanos y él se dirigieron a los ámbitos celestes.
El primer lugar que visitaron fue el cielo en donde habitaba el dios del Fuego, el viejo Huehuetéotl, quien ya no estaba solo pues lo acompañaba Icozauqui, el cariamarillo señor de la luz amarilla, rubia o de oro. Xiuhtecuhtlitletl Señor del año y del fuego, Cuecáltzin, el señor de la Casa de la Llama de Fuego, Ayamictlan, el que nunca destruye, el que nunca muere, el eterno.
Además allí estaban los servidores de tan grandes señores: Xoxoauhqui Xiuhteuctli, el fuego azul; Xocauhqui Xiuhteuctli, el fuego amarillo; Iztac Xiuhteuctli, el fuego blanco y Tlatlauhqui Xiuhteutli, el fuego rojo.
Luego, solícito, Tezcatlipoca les mostró a los guardianes del cielo creados por Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl, sus padres, que eran sólo dos hermosas estrellas, Citlaltona, -luz de estrellas- el varón, y su compañera Citlalnima.
Luego, los cuatro dioses llegaron a donde estaba el dios de la muerte, Mictlantecuhtli y su esposa Mictecacihuatl, quienes, como el dios del Fuego, ya no estaban solos, pues los acompañaban Ixpeuxtequi – el que tiene el pie roto – y su compañera Nexoxocho – la que arroja flores -, Nextepehua – el que esparce cenizas – y su esposa Micapetlacoli – caja mortuoria.
Luego, el dios Tezcatlipoca les llevó al quinto cielo en donde él había creado seres de cinco colores: amarillo, negro, azul, blanco, rojo; después, el dios de la providencia les condujo al cuarto cielo, donde existía una gran cantidad de aves de todos colores, y aves de trino, cuyo delicioso gorjeo producía sonidos inimaginables, las cuales bajaban a la tierra a lucir la gala de sus plumas policromas, y por último, el dios que estaba en todas partes, les condujo al segundo cielo en donde habitaban las espantosas Tezaucihuatl, en forma de esqueletos, que cuando el mundo se acabara bajarían a comerse a los hombres.
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viernes, 23 de diciembre de 2011
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Creación de los gigantes
Los cuatro dioses formados con la esencia del dios creador, viendo que el primer medio sol creado por Quetzalcóatl, salía por el Oriente y tan solo llegaba a la mitad del cielo para luego regresar al mismo lugar de su procedencia, y por tanto, no alumbraba lo necesario, decidieron que Tezcatlipoca se convirtiera en nuevo sol.
En esta época es cuando los dioses decidieron crear más seres que habitaran la tierra, ya que en el paraíso terrenal, la vida era sedentaria, monótona, “una vida igual”, con sólo cuatro moradores: Cipactli, Oxomo, Piltzintecuhtli y Xochiquetzal.
Los habitantes del cielo consideraron que Piltzintecuhtli y Xochiquetzal aún era árida, como las infecundas tierras del dios Teotlale, señor de los desiertos.
Los dioses comprendieron que los escasos habitantes de la tierra, por vivir en la abundancia y el esplendor, no deseaban nada, no soñaban en nada, vivían como los animales, y esa no era la clase de vida que ellos deseaban que floreciera sobre la tierra.
Pero Cipactli, Oxomo, Piltzintecuhtli y Xochiquetzal vivían tranquilos. Su vida era silvestre, fácil, blanca.
Los cuatro hijos de la pareja divina, a pesar de la tranquila existencia de los habitantes de ese mundo recién creado, decidieron forjar otros seres distintos de los semidioses. Y ni tardos ni perezosos, crearon unos seres desconocidos, monstruosos, terriblemente desconcertantes.
Su morada serían las cuevas que abundaban entre la fecunda vegetación. Treparían por las peñas como animales salvajes y su mirada sería cruel, como la de las fieras.
Ellos no serían modelados bella y finamente, como los primeros habitantes de la tierra, serían toscos y extraños.
Y al tiempo que lo pensaron los dioses, lo hicieron, y los hombres forjados por ellos eran unos gigantes de cabello suelto y enmarañado, de toscas manos y pies y, sobre todo, de expresión cruel.
Y cuando los pusieron sobre la tierra, los pájaros cantores enmudecieron y quedaron azorados, expectantes sobre las ramas, las liebres y conejos se ocultaron en sus madrigueras, y el venado desapareció raudo tras la maleza. Los sorprendidos habitantes del paraíso terrenal les miraron desgajar los árboles, arrancar las rocas de las montañas y emitir incomprensibles sonidos guturales. ¡Estos nuevos seres eran espantosamente fuertes y repugnantes!
Cipactli y Oxomo, asustados, echaban suertes con los granos dados por Quetzalcóatl, intentando rasgar el misterio de esos nuevos habitantes de la hermosa y quieta tierra.
Piltzintecuhtli y su compañera Xochiquetzal, les espiaban azorados. Así descubrieron que sólo se alimentaban de bellotas de encino y que vivían en las más lóbregas cuevas.
Y sobre la tierra surgió el pavor y la zozobra.
En esta época es cuando los dioses decidieron crear más seres que habitaran la tierra, ya que en el paraíso terrenal, la vida era sedentaria, monótona, “una vida igual”, con sólo cuatro moradores: Cipactli, Oxomo, Piltzintecuhtli y Xochiquetzal.
Los habitantes del cielo consideraron que Piltzintecuhtli y Xochiquetzal aún era árida, como las infecundas tierras del dios Teotlale, señor de los desiertos.
Los dioses comprendieron que los escasos habitantes de la tierra, por vivir en la abundancia y el esplendor, no deseaban nada, no soñaban en nada, vivían como los animales, y esa no era la clase de vida que ellos deseaban que floreciera sobre la tierra.
Pero Cipactli, Oxomo, Piltzintecuhtli y Xochiquetzal vivían tranquilos. Su vida era silvestre, fácil, blanca.
Los cuatro hijos de la pareja divina, a pesar de la tranquila existencia de los habitantes de ese mundo recién creado, decidieron forjar otros seres distintos de los semidioses. Y ni tardos ni perezosos, crearon unos seres desconocidos, monstruosos, terriblemente desconcertantes.
Su morada serían las cuevas que abundaban entre la fecunda vegetación. Treparían por las peñas como animales salvajes y su mirada sería cruel, como la de las fieras.
Ellos no serían modelados bella y finamente, como los primeros habitantes de la tierra, serían toscos y extraños.
Y al tiempo que lo pensaron los dioses, lo hicieron, y los hombres forjados por ellos eran unos gigantes de cabello suelto y enmarañado, de toscas manos y pies y, sobre todo, de expresión cruel.
Y cuando los pusieron sobre la tierra, los pájaros cantores enmudecieron y quedaron azorados, expectantes sobre las ramas, las liebres y conejos se ocultaron en sus madrigueras, y el venado desapareció raudo tras la maleza. Los sorprendidos habitantes del paraíso terrenal les miraron desgajar los árboles, arrancar las rocas de las montañas y emitir incomprensibles sonidos guturales. ¡Estos nuevos seres eran espantosamente fuertes y repugnantes!
Cipactli y Oxomo, asustados, echaban suertes con los granos dados por Quetzalcóatl, intentando rasgar el misterio de esos nuevos habitantes de la hermosa y quieta tierra.
Piltzintecuhtli y su compañera Xochiquetzal, les espiaban azorados. Así descubrieron que sólo se alimentaban de bellotas de encino y que vivían en las más lóbregas cuevas.
Y sobre la tierra surgió el pavor y la zozobra.
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Xochiquetzal, la compañera
Piltzintecuhtli, el Señor Niño, había llegado a la edad que le transformaría en un hermoso joven.
Piltzintecuhtli, el hijo de Cipactli y Oxomo, era un hombre de perfecta salud e inteligencia despierta.
Por tanto, Piltzintecuhtli había llegado a la edad en que necesitaba compañera.
Los dioses creadores, que habían estado atentos al crecimiento del hijo de los primeros pobladores de la tierra, estuvieron de acuerdo en que tan esbelto y bello joven necesitaba conocer el amor, empero, los dioses se encontraron ante el problema de que por ser Piltzintecuhtli poseedor del don de la inmortalidad, por ser hijo de semidioses, ¿dónde encontrar esposa adecuada? ¿Dónde hallar la compañera digna de su protegido?
Y después de mucho pensarlo, resolvieron que la compañera del joven debería ser formada de los cabellos de la diosa Xochiquetzalli, la diosa de la belleza y del amor.
Los cuatro dioses se dirigieron, por ello, hasta donde la diosa más hermosa del cielo y de la tierra, dormía con sueño de ilusión.
La señora de las flores y el amor sonreía plácidamente. ¡Estaba tan bella!
Tendida sobre colchas de nubes, salpicadas de estrellas, rodeada de rosas encendidas, ella misma parecía otra rosa, mucho más fragante, mucho más delicada, mucho más fina.
Tezcatlipoca se acercó cautelosamente hasta la diosa, cuya cabellera se desbordaba del manto de nubes y estrellas, como larga cauda de sombra negra, muy negra, y con mano firme cortó unas guedejas de su linda cabellera, para después sigilosamente, regresar hasta el lugar donde lo esperaban los demás dioses.
Cuando las tuvieron en su mano, al instante las empezaron a frotar.
Eran guedejas con suavidad de pétalo, olor a jazmín en flor y frescura de rocío.
Y después de macerarlas y mezclarlas convenientemente, empezaron a modelar a la mujer que sería la compañera de Piltzintecuhtli, la que modelaron a semejanza de Oxomo.
Y al nuevo ser le dieron el tinte de la tierra y le hicieron el cabello negro, muy negro.
La creación era perfecta, fina, delicada, de contornos ondulantes. Pero allí estaba, inmóvil, por lo que los dioses, para darle movimiento, soplaron sobre su nariz y luego le mandaron caminar.
¡Qué armonía en el andar!
¡Qué donaire! ¡Qué suavidad!
¡Qué gracia! ¡Qué dulzura!
¡Todo en ella era perfección!
Y la llamaron Xochiquetzal –flor quetzal.
Luego los creadores presentaron su obra a sus padres divinos y a los demás dioses, y los habitantes de los cielos contemplaron extasiados la belleza esplendente de aquella joven mujer.
Todos estaban de acuerdo en que aquel nuevo ser sería la perfecta compañera de Piltzintecuhtli, y cuando todos los ahí presentes estaban más embelesados con Xochiquetzal, llegó Tlazoltéotl, la diosa de los amores impuros, quien dijo:
–Para vuestra satisfacción, ¡oh hijos de los dioses de la dualidad!, vuestra obra es perfecta y elogiosa, pero yo, la diosa de los torpes amores, también admiro la innata gracia de esplendor que ha surgido de vuestras manos. Mas ha llegado la hora de que junto con la bella creación nazcan el dolor, la aflicción, la pena, la congoja, así como el deseo, la posesión y el deleite sensual.
“Como mortal, Xochiquetzal, iniciadora de la descendencia de los habitantes de la tierra, conocerá ella, sus hijos, y los hijos de sus hijos, la noción del dolor y el deseo que le hará poseer la idea perfecta de la verdadera felicidad. ¡Porque el dolor es necesario! El hombre de dulce, lo que es negro y lo que es blanco, lo que es luz y lo que es sombra, así como también debe de conocer el deseo, el deleite sensual que exalte los sentidos y que le haga llegar a la pasión desbordada, al amor exacerbado. ¡Esos serán dos de los nuevos atributos de los hombres!
Y después de que Tlazoltéotl, la diosa de los amores impuros, guardó silencio, los dioses callados y pensativos tomaron entre sus manos la fina obra de su creación y la colocaron sobre una brecha de la tierra, soplando afanosamente sobre los ojos, sobre el cabello, sobre la boca, sobre la nariz y en los oídos, aguardando tras un macizo de jazmines floridos, el esperado encuentro.
Xochiquetzal, lo primero que hizo al abrir los párpados, fue mirar complacida su rostro, reflejado sobre las aguas inquietas de la cercana corriente.
Piltzintecuhtli, que llegaba al río en busca de sus amigos, los pájaras cantores, se detuvo sorprendido al descubrir en el esmaltado espejo de las ondas movibles, un hermoso rostro que parecía sonreírle.
Y al descubrir a Xochiquetzal, comprendió al instante que ella era la elegida por los dioses para ser su compañera. ¡Ya no estaría solo! ¡Ella era el principio de la creación terrestre! ¡Ella sería la flor más preciada de la especie humana!
Y Piltzintecuhtli conoció la felicidad.
Piltzintecuhtli, el hijo de Cipactli y Oxomo, era un hombre de perfecta salud e inteligencia despierta.
Por tanto, Piltzintecuhtli había llegado a la edad en que necesitaba compañera.
Los dioses creadores, que habían estado atentos al crecimiento del hijo de los primeros pobladores de la tierra, estuvieron de acuerdo en que tan esbelto y bello joven necesitaba conocer el amor, empero, los dioses se encontraron ante el problema de que por ser Piltzintecuhtli poseedor del don de la inmortalidad, por ser hijo de semidioses, ¿dónde encontrar esposa adecuada? ¿Dónde hallar la compañera digna de su protegido?
Y después de mucho pensarlo, resolvieron que la compañera del joven debería ser formada de los cabellos de la diosa Xochiquetzalli, la diosa de la belleza y del amor.
Los cuatro dioses se dirigieron, por ello, hasta donde la diosa más hermosa del cielo y de la tierra, dormía con sueño de ilusión.
La señora de las flores y el amor sonreía plácidamente. ¡Estaba tan bella!
Tendida sobre colchas de nubes, salpicadas de estrellas, rodeada de rosas encendidas, ella misma parecía otra rosa, mucho más fragante, mucho más delicada, mucho más fina.
Tezcatlipoca se acercó cautelosamente hasta la diosa, cuya cabellera se desbordaba del manto de nubes y estrellas, como larga cauda de sombra negra, muy negra, y con mano firme cortó unas guedejas de su linda cabellera, para después sigilosamente, regresar hasta el lugar donde lo esperaban los demás dioses.
Cuando las tuvieron en su mano, al instante las empezaron a frotar.
Eran guedejas con suavidad de pétalo, olor a jazmín en flor y frescura de rocío.
Y después de macerarlas y mezclarlas convenientemente, empezaron a modelar a la mujer que sería la compañera de Piltzintecuhtli, la que modelaron a semejanza de Oxomo.
Y al nuevo ser le dieron el tinte de la tierra y le hicieron el cabello negro, muy negro.
La creación era perfecta, fina, delicada, de contornos ondulantes. Pero allí estaba, inmóvil, por lo que los dioses, para darle movimiento, soplaron sobre su nariz y luego le mandaron caminar.
¡Qué armonía en el andar!
¡Qué donaire! ¡Qué suavidad!
¡Qué gracia! ¡Qué dulzura!
¡Todo en ella era perfección!
Y la llamaron Xochiquetzal –flor quetzal.
Luego los creadores presentaron su obra a sus padres divinos y a los demás dioses, y los habitantes de los cielos contemplaron extasiados la belleza esplendente de aquella joven mujer.
Todos estaban de acuerdo en que aquel nuevo ser sería la perfecta compañera de Piltzintecuhtli, y cuando todos los ahí presentes estaban más embelesados con Xochiquetzal, llegó Tlazoltéotl, la diosa de los amores impuros, quien dijo:
–Para vuestra satisfacción, ¡oh hijos de los dioses de la dualidad!, vuestra obra es perfecta y elogiosa, pero yo, la diosa de los torpes amores, también admiro la innata gracia de esplendor que ha surgido de vuestras manos. Mas ha llegado la hora de que junto con la bella creación nazcan el dolor, la aflicción, la pena, la congoja, así como el deseo, la posesión y el deleite sensual.
“Como mortal, Xochiquetzal, iniciadora de la descendencia de los habitantes de la tierra, conocerá ella, sus hijos, y los hijos de sus hijos, la noción del dolor y el deseo que le hará poseer la idea perfecta de la verdadera felicidad. ¡Porque el dolor es necesario! El hombre de dulce, lo que es negro y lo que es blanco, lo que es luz y lo que es sombra, así como también debe de conocer el deseo, el deleite sensual que exalte los sentidos y que le haga llegar a la pasión desbordada, al amor exacerbado. ¡Esos serán dos de los nuevos atributos de los hombres!
Y después de que Tlazoltéotl, la diosa de los amores impuros, guardó silencio, los dioses callados y pensativos tomaron entre sus manos la fina obra de su creación y la colocaron sobre una brecha de la tierra, soplando afanosamente sobre los ojos, sobre el cabello, sobre la boca, sobre la nariz y en los oídos, aguardando tras un macizo de jazmines floridos, el esperado encuentro.
Xochiquetzal, lo primero que hizo al abrir los párpados, fue mirar complacida su rostro, reflejado sobre las aguas inquietas de la cercana corriente.
Piltzintecuhtli, que llegaba al río en busca de sus amigos, los pájaras cantores, se detuvo sorprendido al descubrir en el esmaltado espejo de las ondas movibles, un hermoso rostro que parecía sonreírle.
Y al descubrir a Xochiquetzal, comprendió al instante que ella era la elegida por los dioses para ser su compañera. ¡Ya no estaría solo! ¡Ella era el principio de la creación terrestre! ¡Ella sería la flor más preciada de la especie humana!
Y Piltzintecuhtli conoció la felicidad.
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Los dioses secundarios
Gran alboroto había en el taller sagrado, el Tlacapillachihualóyan.
Ometecuhtli y Omecihuatl, en silencio, presenciaban la obra de sus hijos.
Los dioses iban y venían modelando una figura femenina y la llamaron Xochiquetzalli, –flor preciosa – representación de la belleza.
Los dioses, con suavidad y amor, fueron modelando a la diosa más bella del Universo, a la personificación de la belleza y el amor, a la diosa de las flores y patrona de las labores domésticas.
La forjaron joven y hermosa, con el cabello cortado a la frente y a la espalda; zarcillos de oro, y en la cabeza, por diadema le colocaron una trenza de cuero rojo con penachos de plumas verdes de quetzal.
Además le colocaron camisa muy labrada, azul con flores tejidas y plumería, y falda de muchos colores.
Cuando los dioses acabaron de crearla, quedaron estupefactos ante tanta belleza. ¡La diosa era joven y perfecta en su hermosura!
Al verla, Tezcatlipoca exclamó:
– ¡Hé aquí nuestra más esplendida obra! Es la suma de lo perfecto. Ella simbolizará la eterna primavera. Diosa como ésta no habrá jamás en todos los cielos. Será patrona de los plateros, pintores, tejedores de pluma y, en general, de todas las artes agradables. Ella será diosa del amor y las flores, será como las rosas que deseo que luzca en ambas manos.
Pero a tan excelsa diosa había que darle compañero, por lo que volvió la actividad al taller sagrado.
Algo así como un zumbido de insectos se escuchó. Ocho manos divinas iban modelando un cuerpo joven y varonil, decorando su piel desnuda con flores de diferentes especies, flores policromadas y preciosas mariposas.
Los dioses sonreían satisfechos al observar al dios compañero de la Flor Alada, de la diosa incomparable, era hermoso y joven y se llamaría Xochipilli, ¡el príncipe de las flores!
Él sería dios del amor, del baile y los deportes. Él sería el símbolo del verano y la alegría, de la abundancia de las flores y las cosechas.
Y al hermoso príncipe de las flores, lo ataviaron ricamente. Como dios del baile, le cubrieron el rostro con una máscara. En las orejas le colocaron unos discos de jade, lo engalanaron con collares y ajorcas de piel de tigre, de los que colgaban garras de la fiera.
En los antebrazos le colocaron brazaletes de oro, y en las muñecas, cintas anudadas. En sus pies colocaron sandalias y luego le pusieron el maxtle y la preciosa capa orlada de plumas, que tenía en la parte superior una flor. Por último, los dioses colocaron en sus manos ramilletes de flores y la sonaja del baile.
Terminada su obra, los dioses comprendieron que era muy bello el dios del placer, de las fiestas y las frivolidades. Y no se podía negar que los dioses, Xochiquetzalli y Xochipilli, eran perfectamente hermosos.
Y tras estos dioses crearon otro que llevaría el nombre de Macuilxóchitl –cinco flores– el que sería señor de la danza y el canto, dios de la juventud, dios de la vida, del juego, la música y la poesía.
Le forjaron desnudo y teñido de bermejo. Le pintaron la barba y la boca de blanco, negro y azul claro.
En la cabeza le colocaron una corona verde claro con penachos del mismo color. Luego cubrieron parte de su cuerpo con una manta color bermejo que le llegaba hasta el muslo y una capa que tenía franjas de caracolitos marinos; después le calzaron sandalias preciosas y le colocaron en la mano izquierda una rodela blanca con cuatro piedras, y en la otra, un cetro a manera de corazón.
Luego, los cuatro pensaron en crear a la diosa de los mantenimientos, a la que llamarían Chicomecóatl.
Los dioses, unidos por tal idea, crearon a una mujer bien hecha, con corona en la cabeza, cueyetl, huipilli y sandalias bermejas. En la mano derecha le colocaron un vaso y en la izquierda una rodela con una flor grande, pintada. Esa era la diosa de los mantenimientos, tanto de lo que se come, como de lo que se bebe.
Esa sería la primera diosa en hacer pan, manjares y guisos. Sería la diosa de la fecundidad de la tierra, pero también de la fecundidad humana.
La fiebre de los cuatro dioses creadores era insaciable. La pareja divina vivía de asombro n asombro. Los hijos realizaban, en verdad, una obra fecunda.
Ellos crearon a Tlazoltéotl, diosa de la basura, la que tendría dos funciones. Una sería como diosa de la fecundidad de la tierra, ya que la basura aumentaría la fecundidad de los campos; ella sería madre de la tierra. Pero también sería puramente deleitosa y sexual, pues con ello sería diosa de los amores carnales, los torpes amores que ella sabría perdonar si los delincuentes de actos sucios iban a confesárselos y después de cumplir con una penitencia ritual, ella se los perdonaría. Tlazoltéotl provocaría la lujuria e inspiraría apetitos carnales, ella sería la patrona de los partos y los nacimientos y a ella le correspondería dar el horóscopo de la criatura recién nacida.
Luego, los dioses le dieron una venda de algodón sin hilar, que llevaría en el tocado, decorada con dos malacates o husos y la nariz y la boca cubiertas con una mancha negra.
Y fue así como los dioses creadores forjaron nuevos dioses, que habitarían en los cielos.
Ometecuhtli y Omecihuatl, en silencio, presenciaban la obra de sus hijos.
Los dioses iban y venían modelando una figura femenina y la llamaron Xochiquetzalli, –flor preciosa – representación de la belleza.
Los dioses, con suavidad y amor, fueron modelando a la diosa más bella del Universo, a la personificación de la belleza y el amor, a la diosa de las flores y patrona de las labores domésticas.
La forjaron joven y hermosa, con el cabello cortado a la frente y a la espalda; zarcillos de oro, y en la cabeza, por diadema le colocaron una trenza de cuero rojo con penachos de plumas verdes de quetzal.
Además le colocaron camisa muy labrada, azul con flores tejidas y plumería, y falda de muchos colores.
Cuando los dioses acabaron de crearla, quedaron estupefactos ante tanta belleza. ¡La diosa era joven y perfecta en su hermosura!
Al verla, Tezcatlipoca exclamó:
– ¡Hé aquí nuestra más esplendida obra! Es la suma de lo perfecto. Ella simbolizará la eterna primavera. Diosa como ésta no habrá jamás en todos los cielos. Será patrona de los plateros, pintores, tejedores de pluma y, en general, de todas las artes agradables. Ella será diosa del amor y las flores, será como las rosas que deseo que luzca en ambas manos.
Pero a tan excelsa diosa había que darle compañero, por lo que volvió la actividad al taller sagrado.
Algo así como un zumbido de insectos se escuchó. Ocho manos divinas iban modelando un cuerpo joven y varonil, decorando su piel desnuda con flores de diferentes especies, flores policromadas y preciosas mariposas.
Los dioses sonreían satisfechos al observar al dios compañero de la Flor Alada, de la diosa incomparable, era hermoso y joven y se llamaría Xochipilli, ¡el príncipe de las flores!
Él sería dios del amor, del baile y los deportes. Él sería el símbolo del verano y la alegría, de la abundancia de las flores y las cosechas.
Y al hermoso príncipe de las flores, lo ataviaron ricamente. Como dios del baile, le cubrieron el rostro con una máscara. En las orejas le colocaron unos discos de jade, lo engalanaron con collares y ajorcas de piel de tigre, de los que colgaban garras de la fiera.
En los antebrazos le colocaron brazaletes de oro, y en las muñecas, cintas anudadas. En sus pies colocaron sandalias y luego le pusieron el maxtle y la preciosa capa orlada de plumas, que tenía en la parte superior una flor. Por último, los dioses colocaron en sus manos ramilletes de flores y la sonaja del baile.
Terminada su obra, los dioses comprendieron que era muy bello el dios del placer, de las fiestas y las frivolidades. Y no se podía negar que los dioses, Xochiquetzalli y Xochipilli, eran perfectamente hermosos.
Y tras estos dioses crearon otro que llevaría el nombre de Macuilxóchitl –cinco flores– el que sería señor de la danza y el canto, dios de la juventud, dios de la vida, del juego, la música y la poesía.
Le forjaron desnudo y teñido de bermejo. Le pintaron la barba y la boca de blanco, negro y azul claro.
En la cabeza le colocaron una corona verde claro con penachos del mismo color. Luego cubrieron parte de su cuerpo con una manta color bermejo que le llegaba hasta el muslo y una capa que tenía franjas de caracolitos marinos; después le calzaron sandalias preciosas y le colocaron en la mano izquierda una rodela blanca con cuatro piedras, y en la otra, un cetro a manera de corazón.
Luego, los cuatro pensaron en crear a la diosa de los mantenimientos, a la que llamarían Chicomecóatl.
Los dioses, unidos por tal idea, crearon a una mujer bien hecha, con corona en la cabeza, cueyetl, huipilli y sandalias bermejas. En la mano derecha le colocaron un vaso y en la izquierda una rodela con una flor grande, pintada. Esa era la diosa de los mantenimientos, tanto de lo que se come, como de lo que se bebe.
Esa sería la primera diosa en hacer pan, manjares y guisos. Sería la diosa de la fecundidad de la tierra, pero también de la fecundidad humana.
La fiebre de los cuatro dioses creadores era insaciable. La pareja divina vivía de asombro n asombro. Los hijos realizaban, en verdad, una obra fecunda.
Ellos crearon a Tlazoltéotl, diosa de la basura, la que tendría dos funciones. Una sería como diosa de la fecundidad de la tierra, ya que la basura aumentaría la fecundidad de los campos; ella sería madre de la tierra. Pero también sería puramente deleitosa y sexual, pues con ello sería diosa de los amores carnales, los torpes amores que ella sabría perdonar si los delincuentes de actos sucios iban a confesárselos y después de cumplir con una penitencia ritual, ella se los perdonaría. Tlazoltéotl provocaría la lujuria e inspiraría apetitos carnales, ella sería la patrona de los partos y los nacimientos y a ella le correspondería dar el horóscopo de la criatura recién nacida.
Luego, los dioses le dieron una venda de algodón sin hilar, que llevaría en el tocado, decorada con dos malacates o husos y la nariz y la boca cubiertas con una mancha negra.
Y fue así como los dioses creadores forjaron nuevos dioses, que habitarían en los cielos.
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miércoles, 23 de febrero de 2011
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Tláloc el que hace germinar
Los dioses Tezcatlipoca, Camaxtle, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, decidieron crear nuevos dioses.
Era necesario que de aquella tierra recién forjada, nunca desapareciera su verdor y su esplendente belleza.
¿Pero, cómo hacerlo? ¿acaso con el agua salada del mar? ¿con las aguas que tenían cauce fijo? ¡Eso no era posible!
Los lejanos bosques, la vegetación de los altos cerros, las campiñas sin ríos, la tierra de labor alejadas de las corrientes de agua, irremisiblemente se secarían sin el agua que cayera del cielo.
Por eso era necesario crear al dios del Vino de la Tierra.
Habiendo decidido tal cosa, los dioses no tardaron en concentrarse en su labor.
Aquello era un movimiento inusitado, un sorprendente afán de modelar sustancia, de dar forma placentera a la creación divina.
Poco a poco de las manos de los dioses fue surgiendo el nuevo señor, que era bien formado y a quien le pintaron de negro el cuerpo para que con ello se significara la nube tempestuosa; luego lo vistieron con los colores azul y verde, simulando el agua. Le colocaron en la mano una aguda vara de oro en forma de espiral para que significara el rayo.
En la cabeza le pusieron un tocado de plumas blancas de garza, que representarían a las nubes blancas, y sobre el rostro, una máscara de serpientes entrelazadas, que formaban un cerco alrededor de los ojos y juntaban sus fauces sobre la boca del dios, dándole un aspecto fiero, ya que en su mano estarían las inundaciones, las sequías, el granizo, el hielo y el rayo. Aquel dios iba a ser beneficio, pero también sería temido por su cólera, pues él sería señor de las aguas terrestres y del mar, enviaría el granizo, los relámpagos y las tempestades. Luego, los dioses decidieron adornarlo, por lo que le colocaron al cuello una gargantilla verde de piedras finas, túnica azul adornada con una red de flores, ajorcas de oro en brazos y piernas y sandalias azules.
¡Hermoso había quedado el dios de la lluvia y la vegetación!
Ese nuevo dios llevaría el nombre de Tláloc - el que hace brotar - , el vino de la tierra, “Él haría germinar las cosas”.
Después de admirarlo ampliamente, los dioses comprendieron que no estaba completa su obra, ya que a ese dios había que darle compañera. Y los cuatro hijos de los señores de Omeyocan, acordaron crear a la diosa de los lagos y los mares, a la que llamarían Chalchihutlicue, la de la falda de jade – Diosa de las Aguas -.
Y así, de sus creadoras manos surgió una figura femenina de gracioso rostro y finos contornos.
Era una diosa grata a la vista, y para hacerla más bella, le colocaron al cuello un collar de piedras preciosas con un medallón de oro, zarcillos de mosaico de turquesa y en el huipilli y cuéyetl azul claro, caracolitos marinos, y en la mano izquierda una rodela con una hoja ancha y redonda, hoja de planta acuática.
A esa hermosa diosa le dieron por flor predilecta el nenúfar, la blanca flor de los lagos; además, la calzaron con sandalias blancas.
Esa hermosa diosa creada por los dioses, sería la compañera del dios Tláloc, la que tendría poder sobre las aguas de los ríos y de los mares, la que podría ahogar a los que anduvieran en el agua, y ella acarrearía cuanto quisiera: tempestades y torbellinos, y si su deseo fuere así, hundiría las canoas.
Y terminada la creación del dios Tláloc y su compañera Chalchiuhtlicue, los cuatro dioses comprendieron qué bien habían aprendido de sus padres el difícil arte de crear.
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viernes, 6 de agosto de 2010
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - El primer arrullo
Oxomo, la dulce Oxomo, creada por los dioses Omeyocan, hilaba, y al hilar cantaba:
“¿De dónde vendría mi hijo, de dónde?
¿Le preguntaré acaso al verde colibrí reluciente?
¿Al esmeraldino pájaro mosca?
¿Le preguntaré acaso a la áurea mariposa?”
Y los astros distantes, y el agua y el viento también cantaban.
¡Todo era armonía en la tierra, era como una caricia en reposo!
Cipactli retornaba del campo, y al escuchar la inusitada melodía, detuvo su paso.
¿Quién cantaba?
Jamás en la tierra se había escuchado algo así, y al separar las hojas de los enormes helechos, descubrió a Oxomo, bajo la sombra del gigantesco árbol, sin hilar, soñadora.
“¡Allí las flores, una a una,
llegan a su total perfección,
y las pondré en el huevo de mi manto
para agasajar con ellas a mi hijo,
para festejar con ellas a mi príncipe!”
Cipactli se acercó a ella.
- ¿Cómo has hecho para que brotara de tu garganta esta expresión tan extraña, pero tan hermosa? ¿Quién te la enseñó?
- ¡Fueron los pájaros que trinan para los polluelos de su nido! ¡Fue el viento que sabe muchas canciones de cuna, y el agua que siempre tiene arrullos! ¡Fueron los carrizales que hicieron silbar sus flautas para que yo aprendiera sus dulces cadencias, y todo para que mi hijo duerma con sueño dulce y tranquilo!
Cipactli se acercó al recién nacido, callado y sorprendido contempló la flor de su vida.
Quetzalcoatl, el dios de la Vida y la Inteligencia, desgranó su voz desde lo alto de los cielos:
- “Oxomo, Cipactli, mis padres os han hecho inmortales. Vosotros, el día y la noche, han sido los escogidos para que por primera vez florezca el amor, que como vosotros, será inmortal. Porque mientras exista el mundo, el fruto del amor entre el hombre y la mujer, será el hijo. Y el hijo entre los pobladores de la tierra es la esencia de dos gotas de rocío que resbalan por el mismo pétalo hasta unirse en una sola, es como agua de dos hilillos cristalinos cayendo en la misma oquedad, es la flor hecha fruto, es el brote hecho flor.
“El hijo, Oxomo, Cipactli, es don de dioses, que encierra en sí los más elevados valores.
Y cuando la voz calló, cuando Cipactli y Oxomo se inclinaron amorosos sobre el recién nacido, el padre, con voz reposada le dijo a la esposa:
- Nuestro hijo ha nacido: ¿pero, cómo será nuestro hijo cuando crezca?
Y Oxomo, segura, le contestó:
- ¡Será fuerte como la montaña!
¡Será germen y madurez!
¡Será flor y será fruto!
¡Será viento y será mar!
¡Será águila y será tigre!
¡Será torrente y tempestad!
¡Será sueño y oración!
Y los dioses del Omeyocan, escuchándola, tuvieron regocijo por ello.
“¿De dónde vendría mi hijo, de dónde?
¿Le preguntaré acaso al verde colibrí reluciente?
¿Al esmeraldino pájaro mosca?
¿Le preguntaré acaso a la áurea mariposa?”
Y los astros distantes, y el agua y el viento también cantaban.
¡Todo era armonía en la tierra, era como una caricia en reposo!
Cipactli retornaba del campo, y al escuchar la inusitada melodía, detuvo su paso.
¿Quién cantaba?
Jamás en la tierra se había escuchado algo así, y al separar las hojas de los enormes helechos, descubrió a Oxomo, bajo la sombra del gigantesco árbol, sin hilar, soñadora.
“¡Allí las flores, una a una,
llegan a su total perfección,
y las pondré en el huevo de mi manto
para agasajar con ellas a mi hijo,
para festejar con ellas a mi príncipe!”
Cipactli se acercó a ella.
- ¿Cómo has hecho para que brotara de tu garganta esta expresión tan extraña, pero tan hermosa? ¿Quién te la enseñó?
- ¡Fueron los pájaros que trinan para los polluelos de su nido! ¡Fue el viento que sabe muchas canciones de cuna, y el agua que siempre tiene arrullos! ¡Fueron los carrizales que hicieron silbar sus flautas para que yo aprendiera sus dulces cadencias, y todo para que mi hijo duerma con sueño dulce y tranquilo!
Cipactli se acercó al recién nacido, callado y sorprendido contempló la flor de su vida.
Quetzalcoatl, el dios de la Vida y la Inteligencia, desgranó su voz desde lo alto de los cielos:
- “Oxomo, Cipactli, mis padres os han hecho inmortales. Vosotros, el día y la noche, han sido los escogidos para que por primera vez florezca el amor, que como vosotros, será inmortal. Porque mientras exista el mundo, el fruto del amor entre el hombre y la mujer, será el hijo. Y el hijo entre los pobladores de la tierra es la esencia de dos gotas de rocío que resbalan por el mismo pétalo hasta unirse en una sola, es como agua de dos hilillos cristalinos cayendo en la misma oquedad, es la flor hecha fruto, es el brote hecho flor.
“El hijo, Oxomo, Cipactli, es don de dioses, que encierra en sí los más elevados valores.
Y cuando la voz calló, cuando Cipactli y Oxomo se inclinaron amorosos sobre el recién nacido, el padre, con voz reposada le dijo a la esposa:
- Nuestro hijo ha nacido: ¿pero, cómo será nuestro hijo cuando crezca?
Y Oxomo, segura, le contestó:
- ¡Será fuerte como la montaña!
¡Será germen y madurez!
¡Será flor y será fruto!
¡Será viento y será mar!
¡Será águila y será tigre!
¡Será torrente y tempestad!
¡Será sueño y oración!
Y los dioses del Omeyocan, escuchándola, tuvieron regocijo por ello.
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Nace Piltzintecuhtli
Aquel día, Cipactli contempló pensativo la mazorca del nuevo Sol, que extendía su velo de luz por los confines del cielo.
Allá, en el Omeyocan, los dioses creadores, Ometecuhtli y Omecihuatl, ya habían escogido el “almita” que llegaría al regazo de Oxomo.
A compañera de Cipactli había tirado muchas veces los granos de la adivinación, y esos mismos granos le descubrieron que los dioses ya habían acordado el envío del hijo tan esperado. ¡No tardaría en llegar a sus brazos el nuevo ser!
Cipactli, sin presentir la llegada del viajero, se dirigió a la colina cercana para tañer su caracol, pues había pasado otra hora, una Izteotl – aquí el dios –, en tanto que Oxomo volvió a su malacatl, sumida en hondas ternura.
Cuando iba a empezar a hilar, sintió inexplicables deseos de reposo, por lo que dejando toda actividad fue a refugiar su laxitud sobre el mullido pasto, y poco a poco se fue quedando inmóvil, porque un extraño sopor le cerraba los párpados; después de suspirar profundamente, se quedó dormida.
En tanto los dioses, complacidos, miraban cómo dejaba el cielo “el almita con cuerpo infantil”, forjada y escogida por sus padres.
Aquellos pequeños pies fueron dejando huella en la blancura de las nubes hasta llegar a la tierra.
Y mientras efectuaba el recorrido celeste, Cipactli hacía penitencia y reverenciaba a sus dioses, extrayéndose sangre de las piernas con un punzón de hueso de venado.
Fue entonces cuando escuchó una voz que venía del más allá, que le decía:
– Se acerca el nacimiento de tu hijo. Le llamarás Piltzintecuhtli por ser hijo del día y de la noche. Piltzintecuhtli será el símbolo del tiempo.
“Él será el señor Niño, custodio, guardián y protector de los niños nacidos en matrimonio, por que él es el primero nacido sobre la tierra.
“¡Será hermoso Piltzintecuhtli, el dios niño!
Después, allá debajo de la colina, se escuchó el primer llanto sobre la faz de la tierra.
Junto al telar de Oxomo, y bajo la sombra del frondoso árbol, las manos amorosas de la primera madre construyeron un lecho de musgo y pétalos.
Oxomo, frente al recién nacido, le contemplaba con arrobo y asombro.
¡Bello era el hijo que dulcemente dormía!
Allá, en el Omeyocan, los dioses creadores, Ometecuhtli y Omecihuatl, ya habían escogido el “almita” que llegaría al regazo de Oxomo.
A compañera de Cipactli había tirado muchas veces los granos de la adivinación, y esos mismos granos le descubrieron que los dioses ya habían acordado el envío del hijo tan esperado. ¡No tardaría en llegar a sus brazos el nuevo ser!
Cipactli, sin presentir la llegada del viajero, se dirigió a la colina cercana para tañer su caracol, pues había pasado otra hora, una Izteotl – aquí el dios –, en tanto que Oxomo volvió a su malacatl, sumida en hondas ternura.
Cuando iba a empezar a hilar, sintió inexplicables deseos de reposo, por lo que dejando toda actividad fue a refugiar su laxitud sobre el mullido pasto, y poco a poco se fue quedando inmóvil, porque un extraño sopor le cerraba los párpados; después de suspirar profundamente, se quedó dormida.
En tanto los dioses, complacidos, miraban cómo dejaba el cielo “el almita con cuerpo infantil”, forjada y escogida por sus padres.
Aquellos pequeños pies fueron dejando huella en la blancura de las nubes hasta llegar a la tierra.
Y mientras efectuaba el recorrido celeste, Cipactli hacía penitencia y reverenciaba a sus dioses, extrayéndose sangre de las piernas con un punzón de hueso de venado.
Fue entonces cuando escuchó una voz que venía del más allá, que le decía:
– Se acerca el nacimiento de tu hijo. Le llamarás Piltzintecuhtli por ser hijo del día y de la noche. Piltzintecuhtli será el símbolo del tiempo.
“Él será el señor Niño, custodio, guardián y protector de los niños nacidos en matrimonio, por que él es el primero nacido sobre la tierra.
“¡Será hermoso Piltzintecuhtli, el dios niño!
Después, allá debajo de la colina, se escuchó el primer llanto sobre la faz de la tierra.
Junto al telar de Oxomo, y bajo la sombra del frondoso árbol, las manos amorosas de la primera madre construyeron un lecho de musgo y pétalos.
Oxomo, frente al recién nacido, le contemplaba con arrobo y asombro.
¡Bello era el hijo que dulcemente dormía!
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domingo, 2 de mayo de 2010
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Las enseñanzas de Quetzalcóatl
Por los imprecisos senderos de los cielos y la tierra, se advertía la huella de los pies de los dioses.
Los habían visto cerca de las estrellas, de los cielos y de las vastas latitudes del Universo.
Los dioses habían observado que todo era belleza en los cielos y en la tierra, pero que estaban vacíos.
Los cielos estaban sin dioses y la tierra estaba sola. ¿Quién oiría su voz? ¿Quién les rendiría admiración? ¿Quién los buscaría?
Quetzalcóatl externó su pensamiento: bajarían del Omeyecualiztli a Cipactli y Oxomo, los semidioses. Ya había otro lugar, que no sería el cielo, en donde sus hijos y los descendientes de sus hijos, que carecían del don de la inmortalidad, pudieran habitar.
Y los dioses, convencidos del razonamiento expresado por su hermano, durante el sueño de los esposos, los condujeron a su nuevo reino: la tierra.
Cuando Oxomo y Cipactli despertaron, se encontraron frente a un mundo desconocido, en donde había árboles con hojas nuevas, botones y nidos. Flores que despedían su perfume al viento, ríos dormidos, álamos blancos y verdes sauces, el trino del ave entre los breñales, el murmullo del agua dormida, el grito del pinar en el fondo del barranco, la llanura cruzada por infinitos caminos, la abeja zumbando, la mariposa de pintadas alas revoloteando en torno a la flor, el pájaro volando de rama en rama, y agitando sus alas la irisada libélula.
Oxomo y Cipactli respiraban hondamente de satisfacción.
¡Qué mundo más maravilloso!
Oxomo y Cipactli se quedaron mudos de asombro. Y cuando éste aún no desaparecía, se perfiló a su lado el dios Quetzalcóatl.
Los dos le hicieron una reverencia.
Quetzalcóatl iba en misión divina.
Cipactli debería labrar la tierra, ocupar siempre su tiempo en el trabajo porque el ocio era un vicio que causaba muchos males. Allí, frente a él, se extendía la tierra pródiga, negra, tierra que olía a humildad y a ruego.
Y Quetzalcóatl le ordenó:
- Tendréis el deber de gobernar vuestras sementeras, vuestros campos sembrados.
“Pondréis el mayor cuidado en lo tocante a la agricultura, porque la tierra os proporcionará todas las cosas y no exige que le deis de comer o beber, pues ella tiene el cuidado de criarlas.
“Debéis sembrar y cultivar porque, ¿con qué mantendréis a los de vuestra casa? ¿Y con qué os mantendréis vosotros mismos?
“Conviene que tengáis cuidado de las cosas necesarias al cuerpo, como son los mandamientos, esto es, el fundamento de vuestro existir, pues acertadamente, se llama Tonacayotl, que quiere decir 'nuestra carne y nuestros huesos', porque por él vives, te esfuerzas, andas y trabajas.
“Esto da alegría, porque es vida, es sustento.
“No hay hombre en el mundo que no tenga necesidad de comer y beber.
“El mantenimiento de cuerpo conserva en peso a cuantos viven y da vida a todo el mundo.
“Los mantenimientos corporales son la esperanza de sustento de todos los que viven.
“Y tú, Oxomo, hilarás y tejerás.
“Observad la paciente trama de la araña. Allí está, trama que trama, nunca se cansa. Si aprendéis la trama, tejeréis redes para Cipactli, para que le sea más fácil la pesca, y si con su urdimbre tejéis una tela, tendrás vestidos, y seréis como la araña, siempre tejiendo. Así, siempre estaréis tejiendo, siempre hilando.
Quetzalcóatl, el dios de la sabiduría, le enseñó pacientemente a fijar los cuatro puntales sobre la tierra, a mover el hilo y a tejer a tela.
Luego le mostró los enhiestos tallos de las trepadoras, eran tallos dúctiles, con corolas perfumadas, a los que, al quitarles la corteza, se obtenía la fibra necesaria para hilar.
Y Oxomo, iniciada por Quetzalcóatl, el dios bueno, conoció el maravilloso arte del hilado y del tejido.
El dios había desaparecido.
En la espesura, ¡qué agilidad de alas había! ¡Qué armonía en las gargantas de los pájaros, y sobre las corolas, qué gracioso revuelo de mariposas!
Oxomo y Cipactli, tomados de la mano, emprendieron el camino hacia la laguna, y tras ellos iban las garzas, las liebres y los conejos.
Bajo el cielo azul todo era luz y alegría.
Los habían visto cerca de las estrellas, de los cielos y de las vastas latitudes del Universo.
Los dioses habían observado que todo era belleza en los cielos y en la tierra, pero que estaban vacíos.
Los cielos estaban sin dioses y la tierra estaba sola. ¿Quién oiría su voz? ¿Quién les rendiría admiración? ¿Quién los buscaría?
Quetzalcóatl externó su pensamiento: bajarían del Omeyecualiztli a Cipactli y Oxomo, los semidioses. Ya había otro lugar, que no sería el cielo, en donde sus hijos y los descendientes de sus hijos, que carecían del don de la inmortalidad, pudieran habitar.
Y los dioses, convencidos del razonamiento expresado por su hermano, durante el sueño de los esposos, los condujeron a su nuevo reino: la tierra.
Cuando Oxomo y Cipactli despertaron, se encontraron frente a un mundo desconocido, en donde había árboles con hojas nuevas, botones y nidos. Flores que despedían su perfume al viento, ríos dormidos, álamos blancos y verdes sauces, el trino del ave entre los breñales, el murmullo del agua dormida, el grito del pinar en el fondo del barranco, la llanura cruzada por infinitos caminos, la abeja zumbando, la mariposa de pintadas alas revoloteando en torno a la flor, el pájaro volando de rama en rama, y agitando sus alas la irisada libélula.
Oxomo y Cipactli respiraban hondamente de satisfacción.
¡Qué mundo más maravilloso!
Oxomo y Cipactli se quedaron mudos de asombro. Y cuando éste aún no desaparecía, se perfiló a su lado el dios Quetzalcóatl.
Los dos le hicieron una reverencia.
Quetzalcóatl iba en misión divina.
Cipactli debería labrar la tierra, ocupar siempre su tiempo en el trabajo porque el ocio era un vicio que causaba muchos males. Allí, frente a él, se extendía la tierra pródiga, negra, tierra que olía a humildad y a ruego.
Y Quetzalcóatl le ordenó:
- Tendréis el deber de gobernar vuestras sementeras, vuestros campos sembrados.
“Pondréis el mayor cuidado en lo tocante a la agricultura, porque la tierra os proporcionará todas las cosas y no exige que le deis de comer o beber, pues ella tiene el cuidado de criarlas.
“Debéis sembrar y cultivar porque, ¿con qué mantendréis a los de vuestra casa? ¿Y con qué os mantendréis vosotros mismos?
“Conviene que tengáis cuidado de las cosas necesarias al cuerpo, como son los mandamientos, esto es, el fundamento de vuestro existir, pues acertadamente, se llama Tonacayotl, que quiere decir 'nuestra carne y nuestros huesos', porque por él vives, te esfuerzas, andas y trabajas.
“Esto da alegría, porque es vida, es sustento.
“No hay hombre en el mundo que no tenga necesidad de comer y beber.
“El mantenimiento de cuerpo conserva en peso a cuantos viven y da vida a todo el mundo.
“Los mantenimientos corporales son la esperanza de sustento de todos los que viven.
“Y tú, Oxomo, hilarás y tejerás.
“Observad la paciente trama de la araña. Allí está, trama que trama, nunca se cansa. Si aprendéis la trama, tejeréis redes para Cipactli, para que le sea más fácil la pesca, y si con su urdimbre tejéis una tela, tendrás vestidos, y seréis como la araña, siempre tejiendo. Así, siempre estaréis tejiendo, siempre hilando.
Quetzalcóatl, el dios de la sabiduría, le enseñó pacientemente a fijar los cuatro puntales sobre la tierra, a mover el hilo y a tejer a tela.
Luego le mostró los enhiestos tallos de las trepadoras, eran tallos dúctiles, con corolas perfumadas, a los que, al quitarles la corteza, se obtenía la fibra necesaria para hilar.
Y Oxomo, iniciada por Quetzalcóatl, el dios bueno, conoció el maravilloso arte del hilado y del tejido.
El dios había desaparecido.
En la espesura, ¡qué agilidad de alas había! ¡Qué armonía en las gargantas de los pájaros, y sobre las corolas, qué gracioso revuelo de mariposas!
Oxomo y Cipactli, tomados de la mano, emprendieron el camino hacia la laguna, y tras ellos iban las garzas, las liebres y los conejos.
Bajo el cielo azul todo era luz y alegría.
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Tonacatecuhtli el señor de nuestra carne y sustento
La luz atravesaba las espesas nubes que rodeaban la tierra y caía sobre las aguas de los mares, que empezaban a extender sus azuladas ondas dentro del nuevo astro.
Allí, pegada a la tierra, estaba el agua en extensión inmensa, era agua deslumbrante, salada, que cobraba fuerza y que parecía tener vida.
Ometecuhtli, el señor dos, y Omecihuatl, la señora dos, habían creado el Hueyauacaotlán – océano – el agua grande, temerosa y fiera, el mundo de agua salada y mala para beber.
¡Pero qué hermosa era la líquida extensión! A veces era suave, soñadora, acariciante; en cambio otras, era rugiente, colérica, asesina.
Después, los dioses creadores se extasiaron ante la contemplación de la primitiva y vigorosa vegetación.
De aquella tierra recién creada brotaba el verdor como rica esmeralda en un lecho de turquesa.
Y si abajo todo era un himno de alegría y vida, arriba, en el manto azul del firmamento, había una orgía de luz.
Y las aguas de los mares se llenaron de rumores, y los campos y bosques de la tierra vibraron de ansiedad.
Los animales, nuevos seres habitantes de ese nuevo astro, andaban por doquier.
¡Aquello era la vida!
Y Ometecuhtli, satisfecho de su obra, dejó escuchar su palabra:
- Yo soy Ometecuhtli, el señor de las cosas, soy el señor de todo lo que hay en el tlahticpan – sobre la tierra.
“Siendo Ometéotl, soy también Yohualli ehécatl, el invisible, que es como el aire, el Tloque Nahuaque, el señor del cerca y del junto, aquel que tiene todo en sí y que está cerca de las cosaas, conservándolas y sustentándolas.
“Soy el Ipalnemóhuan in Ilhuicahua in tlatipac – Nuestro señor, dueño del cielo, la tierra y de la región de la Muerte –. También soy el Moyocoyani el que a sí mismo se inventa, el teyocoyami – el inventor de los hombes.
“Muchos nombres, muchas asignaciones hay en torno de mi persona, mas hoy, como principio de la Creación, me llamaré Tonacatecuhtli, la primera criatura de sí mismo, el señor que da alimento sobre las sementeras y sobre todos los seres de la tierra.
“Omecihuatl, señora dos, comparte mi muy querida sustancia de mi sustancia, forma femenina de la dualidad, personificación del principio femenino, la faz pasiva de la realidad, complemento mío; puesto que yo soy principio que ampara la reproducción de la vida humana, personificación del principio masculino, hoy vamos a adoptar otro nombre y otra región será nuestra mansión.
“Como ya están creados los cielos, la tierra y el camino de los muertos, como ya han sido creados seres que habitan en la tierra y el agua, seres que necesitan efectos benéficos y vivificadores para subsistir; desde ahora nos llamarán el Señor Tonacatecuhtli y la señora Tocacihuatl, el señor y la señora de nuestra carne, el que nos alimenta.
“Los dos seremos los alimentadores de la humanidad, nosotros produciremos las frutas y las cosechas.
“Y por tal merced, desde ahora, también habitaremos el Tonacacacuahtlán, lugar de vergeles onde habrá toda clase de árboles y frutos, allí se albergarán todas las producciones de la Tierra.
“Nuestra nueva mansión estará entre los árboles de la vida, del madero que da sustento a la vida, cosa de nuestra carne, palo de la fertilidad y la abundancia.
“Esa será nuestra nueva morada.
Allí, pegada a la tierra, estaba el agua en extensión inmensa, era agua deslumbrante, salada, que cobraba fuerza y que parecía tener vida.
Ometecuhtli, el señor dos, y Omecihuatl, la señora dos, habían creado el Hueyauacaotlán – océano – el agua grande, temerosa y fiera, el mundo de agua salada y mala para beber.
¡Pero qué hermosa era la líquida extensión! A veces era suave, soñadora, acariciante; en cambio otras, era rugiente, colérica, asesina.
Después, los dioses creadores se extasiaron ante la contemplación de la primitiva y vigorosa vegetación.
De aquella tierra recién creada brotaba el verdor como rica esmeralda en un lecho de turquesa.
Y si abajo todo era un himno de alegría y vida, arriba, en el manto azul del firmamento, había una orgía de luz.
Y las aguas de los mares se llenaron de rumores, y los campos y bosques de la tierra vibraron de ansiedad.
Los animales, nuevos seres habitantes de ese nuevo astro, andaban por doquier.
¡Aquello era la vida!
Y Ometecuhtli, satisfecho de su obra, dejó escuchar su palabra:
- Yo soy Ometecuhtli, el señor de las cosas, soy el señor de todo lo que hay en el tlahticpan – sobre la tierra.
“Siendo Ometéotl, soy también Yohualli ehécatl, el invisible, que es como el aire, el Tloque Nahuaque, el señor del cerca y del junto, aquel que tiene todo en sí y que está cerca de las cosaas, conservándolas y sustentándolas.
“Soy el Ipalnemóhuan in Ilhuicahua in tlatipac – Nuestro señor, dueño del cielo, la tierra y de la región de la Muerte –. También soy el Moyocoyani el que a sí mismo se inventa, el teyocoyami – el inventor de los hombes.
“Muchos nombres, muchas asignaciones hay en torno de mi persona, mas hoy, como principio de la Creación, me llamaré Tonacatecuhtli, la primera criatura de sí mismo, el señor que da alimento sobre las sementeras y sobre todos los seres de la tierra.
“Omecihuatl, señora dos, comparte mi muy querida sustancia de mi sustancia, forma femenina de la dualidad, personificación del principio femenino, la faz pasiva de la realidad, complemento mío; puesto que yo soy principio que ampara la reproducción de la vida humana, personificación del principio masculino, hoy vamos a adoptar otro nombre y otra región será nuestra mansión.
“Como ya están creados los cielos, la tierra y el camino de los muertos, como ya han sido creados seres que habitan en la tierra y el agua, seres que necesitan efectos benéficos y vivificadores para subsistir; desde ahora nos llamarán el Señor Tonacatecuhtli y la señora Tocacihuatl, el señor y la señora de nuestra carne, el que nos alimenta.
“Los dos seremos los alimentadores de la humanidad, nosotros produciremos las frutas y las cosechas.
“Y por tal merced, desde ahora, también habitaremos el Tonacacacuahtlán, lugar de vergeles onde habrá toda clase de árboles y frutos, allí se albergarán todas las producciones de la Tierra.
“Nuestra nueva mansión estará entre los árboles de la vida, del madero que da sustento a la vida, cosa de nuestra carne, palo de la fertilidad y la abundancia.
“Esa será nuestra nueva morada.
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sábado, 1 de mayo de 2010
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - La creación de los pequeños seres
El dios Ometecuhtli y la señora Omecihuatl miraban complacidos al mundo creado.
Pero ambos lo consideraron incompleto. ¡Había que poblar la tierra con seres vivientes para romper ese silencio y esa inmovilidad que había debajo de los árboles y los bejucos!
Había que poblar la tierra con animales pequeños que treparan los montes, guardianes de los extensos bosques, con hombrecillos para las montañas y espíritus o duendes para guardar los remansos y los torrentes.
Y al mismo tiempo que lo pensaron, lo hicieron. Poco después, sobre la tierra rondaban pequeños seres alegres y bonachones, iban y venían por montes, cavernas, torrentes y bosques.
Luego, siguiendo su obra creadora, los dioses hicieron surgir de la espesura venados, pájaros, tigres, culebras, jaguares, tapires, puercoespines, tejones, leones, ardillas, monos, armadillos, tlacuaches, coyotes, lobos, zorros, gavilanes, águilas, zopilotes, lagartijas, mariposas, hormigas y mil animales más de pluma y pelo, de alas y patas.
Aquello era un espectáculo increíble de animales de toda especie, de todo color.
Los dioses, al lado de sus padres, observaban el ir y venir de esos nuevos habitantes de la tierra.
Eran grandes, eran pequeños, eran cadenciosos, eran ágiles, eran bullangueros, eran taciturnos.
Sobre la tierra surgió la vida. ¡Vida animal! ¡Vida vegetal!
Allí estaban poblando a la tierra los animales pequeños del monte, los guardianes de todos los bosques, los hombrecillos de las montañas, los espíritus de las aguas.
Pero iban y venían sin encontrar refugio, como desconcertados, por lo que los dioses creadores dispusieron que el venado durmiera en las vegas de los ríos, entre la maleza, entre la hierba, y que en los bosques se multiplicaran.
Las aves habitarían sobre los árboles y los bejucos, allí construirían nidos, allí se multiplicarían.
Los cuadrúpedos buscarían refugio en las cavernas, en los breñales o en el corazón de los bosques. Allí formarían familia, allí se defenderían.
Las hormigas se resguardarían bajo la tierra, las abejas colgarían sus colmenas de las ramas o fundarían su colonia en el hueco de los árboles.
La tierra tenía nuevos habitantes, más estos carecían del sentido del culto que deberían rendir a sus creadores.
Ellos no los alababan, no invocaban sus nombres. Ellos no tenían noción de su creador, no sabían rendir adoración a los dioses.
Y Ometecuhtli y Ometecihuatl, por ello, no recibieron su acatamiento.
Los seres de su más reciente creación sólo chillaban, cacareaban y graznaban, era la única forma de lenguaje que tenían.
Los dioses dual comprendieron que no era posible esperar adoración alguna de seres así.
¡No los llamaban! ¡No los mimaban! ¡Estaban mudos! ¡Mudos!
Y los dioses creadores decidieron cambiar el destino de esos animales. Su alimento y habitación estaría en los barrancos, en los bosques, en los matorrales, nunca tendrían comodidad porque no habían logrado reverenciar a sus creadores, y su destino sería triste, pues sus carnes serían trituradas.
Esa era la suerte de todos los animales, grandes y pequeños. Que había sobre la faz de la tierra.
Pero ambos lo consideraron incompleto. ¡Había que poblar la tierra con seres vivientes para romper ese silencio y esa inmovilidad que había debajo de los árboles y los bejucos!
Había que poblar la tierra con animales pequeños que treparan los montes, guardianes de los extensos bosques, con hombrecillos para las montañas y espíritus o duendes para guardar los remansos y los torrentes.
Y al mismo tiempo que lo pensaron, lo hicieron. Poco después, sobre la tierra rondaban pequeños seres alegres y bonachones, iban y venían por montes, cavernas, torrentes y bosques.
Luego, siguiendo su obra creadora, los dioses hicieron surgir de la espesura venados, pájaros, tigres, culebras, jaguares, tapires, puercoespines, tejones, leones, ardillas, monos, armadillos, tlacuaches, coyotes, lobos, zorros, gavilanes, águilas, zopilotes, lagartijas, mariposas, hormigas y mil animales más de pluma y pelo, de alas y patas.
Aquello era un espectáculo increíble de animales de toda especie, de todo color.
Los dioses, al lado de sus padres, observaban el ir y venir de esos nuevos habitantes de la tierra.
Eran grandes, eran pequeños, eran cadenciosos, eran ágiles, eran bullangueros, eran taciturnos.
Sobre la tierra surgió la vida. ¡Vida animal! ¡Vida vegetal!
Allí estaban poblando a la tierra los animales pequeños del monte, los guardianes de todos los bosques, los hombrecillos de las montañas, los espíritus de las aguas.
Pero iban y venían sin encontrar refugio, como desconcertados, por lo que los dioses creadores dispusieron que el venado durmiera en las vegas de los ríos, entre la maleza, entre la hierba, y que en los bosques se multiplicaran.
Las aves habitarían sobre los árboles y los bejucos, allí construirían nidos, allí se multiplicarían.
Los cuadrúpedos buscarían refugio en las cavernas, en los breñales o en el corazón de los bosques. Allí formarían familia, allí se defenderían.
Las hormigas se resguardarían bajo la tierra, las abejas colgarían sus colmenas de las ramas o fundarían su colonia en el hueco de los árboles.
La tierra tenía nuevos habitantes, más estos carecían del sentido del culto que deberían rendir a sus creadores.
Ellos no los alababan, no invocaban sus nombres. Ellos no tenían noción de su creador, no sabían rendir adoración a los dioses.
Y Ometecuhtli y Ometecihuatl, por ello, no recibieron su acatamiento.
Los seres de su más reciente creación sólo chillaban, cacareaban y graznaban, era la única forma de lenguaje que tenían.
Los dioses dual comprendieron que no era posible esperar adoración alguna de seres así.
¡No los llamaban! ¡No los mimaban! ¡Estaban mudos! ¡Mudos!
Y los dioses creadores decidieron cambiar el destino de esos animales. Su alimento y habitación estaría en los barrancos, en los bosques, en los matorrales, nunca tendrían comodidad porque no habían logrado reverenciar a sus creadores, y su destino sería triste, pues sus carnes serían trituradas.
Esa era la suerte de todos los animales, grandes y pequeños. Que había sobre la faz de la tierra.
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martes, 30 de marzo de 2010
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Creación de la Tierra
Los dioses no se cansaban de admirar ese mundo líquido, sin oscilaciones, sin movimientos.
Pero los grandes dioses, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, pensaron que ese nuevo mundo recién creado debía ser habitado.
Y para ello hicieron bajar del cielo a la señora Tlacihuatl, señora de la tierra, y Tlaltecuhtli, señor de la tierra, sería su compañero.
Era un monstruo grandioso, lleno de ojos y bocas en todas sus coyunturas.
En cada articulación de sus miembros tenía una boca, y con sus bocas mordía, cual muerden las bestias.
El mundo está lleno de agua.
Por el agua iba y venía el gran monstruo de la Tierra.
Cuando los dioses lo vieron, uno a otro se dijeron:
Es necesario dar a la Tierra su forma.
Entonces se transformaron en dos enormes serpientes. La primera asió al gran monstruo de la Tierra, desde su mano derecha hasta su pie izquierdo, en tanto que la otra serpiente en la que el otro dios se había mudado, lo tomaba desde su mano izquierda hasta su pie derecho.
Una vez que la han enlazado, la aprietan, la estrujan, la oprimen, con tal empuje y violencia, que al fin en dos partes se rompe.
Bajan la parte superior y de ella forman a Tierra.
Los dioses veían y se llenaban de vergüenza al pensar que ellos mismos nada semejante habían podido hacer.
Entonces, para resarcir a la Señora Tierra del daño enorme que los dioses le había hecho, bajaron todos los demás a consolarla y a ofrecerle dones.
En recompensa, hicieron que de sus carnes saliera cuanto el hombre necesita para sustentarse y vivir sobre el mundo. Hicieron que sus cabellos se mudaran en hierbas, árboles y flores.
Su piel quedó convertida en la grama de los prados y en las flores que la esmaltan. Sus ojos se transformaron en cuevas pequeñas, en pozos y fuentes.
Su boca, en cuevas enormes, su nariz en montes y valles.
Ometecuhtli y Omecihuatl, desde sus tronos observaron la actuación de sus dos hijos.
Ambos se sentían satisfechos, halagados. No en balde les habían ungido con el don de la creación.
Allí estaba su esencia. Su obra. Y su voz se dejó escuchar:
Antes sólo había gas, no había tierra, ni piedras ni vegetales.
“En la primera nebulosa creada gravitaba el misterio.
Cuando las ondas de ese mar de agua se sucedían y desaparecían, iban surgiendo las milenarias edades. ¡Sólo había tristeza! En esa nebulosa, transformada en agua, no había hombres, peces, pájaros, cangrejos, árboles, flores, piedras, cuevas, barrancas, hierbas y bosques.
Pero todo había pasado. La oscuridad de los tiempos se había aclarado y ya amanecía.
La creación de la Tierra fue como si la neblina se rasgara, como si por siempre desaparecieran las tinieblas.
¡La Tierra había surgido! ¡Había surgido!
Pero los grandes dioses, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, pensaron que ese nuevo mundo recién creado debía ser habitado.
Y para ello hicieron bajar del cielo a la señora Tlacihuatl, señora de la tierra, y Tlaltecuhtli, señor de la tierra, sería su compañero.
Era un monstruo grandioso, lleno de ojos y bocas en todas sus coyunturas.
En cada articulación de sus miembros tenía una boca, y con sus bocas mordía, cual muerden las bestias.
El mundo está lleno de agua.
Por el agua iba y venía el gran monstruo de la Tierra.
Cuando los dioses lo vieron, uno a otro se dijeron:
Es necesario dar a la Tierra su forma.
Entonces se transformaron en dos enormes serpientes. La primera asió al gran monstruo de la Tierra, desde su mano derecha hasta su pie izquierdo, en tanto que la otra serpiente en la que el otro dios se había mudado, lo tomaba desde su mano izquierda hasta su pie derecho.
Una vez que la han enlazado, la aprietan, la estrujan, la oprimen, con tal empuje y violencia, que al fin en dos partes se rompe.
Bajan la parte superior y de ella forman a Tierra.
Los dioses veían y se llenaban de vergüenza al pensar que ellos mismos nada semejante habían podido hacer.
Entonces, para resarcir a la Señora Tierra del daño enorme que los dioses le había hecho, bajaron todos los demás a consolarla y a ofrecerle dones.
En recompensa, hicieron que de sus carnes saliera cuanto el hombre necesita para sustentarse y vivir sobre el mundo. Hicieron que sus cabellos se mudaran en hierbas, árboles y flores.
Su piel quedó convertida en la grama de los prados y en las flores que la esmaltan. Sus ojos se transformaron en cuevas pequeñas, en pozos y fuentes.
Su boca, en cuevas enormes, su nariz en montes y valles.
Ometecuhtli y Omecihuatl, desde sus tronos observaron la actuación de sus dos hijos.
Ambos se sentían satisfechos, halagados. No en balde les habían ungido con el don de la creación.
Allí estaba su esencia. Su obra. Y su voz se dejó escuchar:
Antes sólo había gas, no había tierra, ni piedras ni vegetales.
“En la primera nebulosa creada gravitaba el misterio.
Cuando las ondas de ese mar de agua se sucedían y desaparecían, iban surgiendo las milenarias edades. ¡Sólo había tristeza! En esa nebulosa, transformada en agua, no había hombres, peces, pájaros, cangrejos, árboles, flores, piedras, cuevas, barrancas, hierbas y bosques.
Pero todo había pasado. La oscuridad de los tiempos se había aclarado y ya amanecía.
La creación de la Tierra fue como si la neblina se rasgara, como si por siempre desaparecieran las tinieblas.
¡La Tierra había surgido! ¡Había surgido!
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Creación del agua
Creados los cielos, Ometecuhtli se solazo con su obra, encontrándola digna de su poder. Pero aquéllo estaba desierto, sin dioses, todo estaba en calma, en suspenso, todo inútil y callado, vacía la extensión.
Ometecuhtli, sentado al lado de su compañera Omecihuatl, pensativo contemplaba aquel vacío que existía abajo del Ilhuicatl Tlalocatipan Meztli, aquel cielo más abajo, el último que era solamente un mar de nubes...Y bajo ese cielo azul, muy azul, se extendía un mar de serenidad y soledad, sólo una nebulosa sin algo que se moviera o agitara, sólo el vacío.
Ometecuhtli, ensimismado en sus pensamientos, completamente inmóvil, vuelve a mirar el vacío. ¡Qué gran silencio! ¡Qué impenetrable oscuridad! Siente por ello que su obra no es perfecta, porque los cielos que él ha creado necesitan complemento. Él, que ha creado la belleza de la luz y la belleza de la sobra, que ha creado los trece cielos de sorprendente maravilla, debe completar su obra, necesita actuar para que surja la incubación de los siglos en
esa materia gaseosa que flota en la inmensidad, pero era necesario que a su conjuro, esa nebulosa se transformara en elemento líquido, inagotable, sorprendente.
Todo un mundo de minucias y maravillas brota al mandato del Creador.
Aquello era un prodigio, una inmensidad desierta de impresionante soledad, un fenómeno asombroso que imponía. Bajo los cielos esplendentes, se fue extendiendo un nuevo mundo, una nueva creación.
Y ese mar tenía destellos misteriosos y movimientos ondulantes.
¡Era el agua! ¡El agua!, un mundo de milagro, un mundo inquietante.
Aquello era una belleza insondable, era una extensión llena de abismos, era una hondura de bruma.
A veces parecía temblar, a veces parecía vibrar.
Los dioses, al ver aquel mundo extraño, se reunieron en torno de sus padres.
Sorprendidos, observaban el espacio negro y frío, extendido ante el infinito.
Era agua rígida y solitaria, era agua espesa, azogada, era como una lámina bruñida de color gris pálido, era un mundo inmenso,que no gemía, que no gritaba, un inmenso mundo dormido.
Los dioses no pudieron comprender por qué existía esa quietud de sopor indolente que no se rompía ni se disipaba. ¿Cuál iba a ser la misión de este mundo sin vaivenes, que era como un tapiz extendido en la inmensidad?
Silenciosos observaban la nueva creación de sus padres. ¿Qué mundo era ése sin ruidos, sin ansias, sin anhelos? Sólo había un letárgico azul del cielo.
¿Qué fin perseguían sus padres al crear esa inmensidad que llenaba el vacío, y que sólo era una inmensidad quieta, sin rumbos? Agua eterna, amarga, que bajo la bóveda azul se extendía sin confines y horizontes.
Pero el señor y la señora de la Dualidad, los dioses creadores, estaban callados, satisfechos.
Ometecuhtli, sentado al lado de su compañera Omecihuatl, pensativo contemplaba aquel vacío que existía abajo del Ilhuicatl Tlalocatipan Meztli, aquel cielo más abajo, el último que era solamente un mar de nubes...Y bajo ese cielo azul, muy azul, se extendía un mar de serenidad y soledad, sólo una nebulosa sin algo que se moviera o agitara, sólo el vacío.
Ometecuhtli, ensimismado en sus pensamientos, completamente inmóvil, vuelve a mirar el vacío. ¡Qué gran silencio! ¡Qué impenetrable oscuridad! Siente por ello que su obra no es perfecta, porque los cielos que él ha creado necesitan complemento. Él, que ha creado la belleza de la luz y la belleza de la sobra, que ha creado los trece cielos de sorprendente maravilla, debe completar su obra, necesita actuar para que surja la incubación de los siglos en
esa materia gaseosa que flota en la inmensidad, pero era necesario que a su conjuro, esa nebulosa se transformara en elemento líquido, inagotable, sorprendente.
Todo un mundo de minucias y maravillas brota al mandato del Creador.
Aquello era un prodigio, una inmensidad desierta de impresionante soledad, un fenómeno asombroso que imponía. Bajo los cielos esplendentes, se fue extendiendo un nuevo mundo, una nueva creación.
Y ese mar tenía destellos misteriosos y movimientos ondulantes.
¡Era el agua! ¡El agua!, un mundo de milagro, un mundo inquietante.
Aquello era una belleza insondable, era una extensión llena de abismos, era una hondura de bruma.
A veces parecía temblar, a veces parecía vibrar.
Los dioses, al ver aquel mundo extraño, se reunieron en torno de sus padres.
Sorprendidos, observaban el espacio negro y frío, extendido ante el infinito.
Era agua rígida y solitaria, era agua espesa, azogada, era como una lámina bruñida de color gris pálido, era un mundo inmenso,que no gemía, que no gritaba, un inmenso mundo dormido.
Los dioses no pudieron comprender por qué existía esa quietud de sopor indolente que no se rompía ni se disipaba. ¿Cuál iba a ser la misión de este mundo sin vaivenes, que era como un tapiz extendido en la inmensidad?
Silenciosos observaban la nueva creación de sus padres. ¿Qué mundo era ése sin ruidos, sin ansias, sin anhelos? Sólo había un letárgico azul del cielo.
¿Qué fin perseguían sus padres al crear esa inmensidad que llenaba el vacío, y que sólo era una inmensidad quieta, sin rumbos? Agua eterna, amarga, que bajo la bóveda azul se extendía sin confines y horizontes.
Pero el señor y la señora de la Dualidad, los dioses creadores, estaban callados, satisfechos.
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domingo, 7 de marzo de 2010
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Creación de los cielos
Ilhuicatéotl, el dios celestial, que siendo uno posee al mismo tiempo naturaleza dual, sobre los cielos es rey y señor.
El reino del señor Ilhuicatéotl, también conocido como Ometéotl, es llamado Omeyocan, mansión de la dualidad, fuente de generación de la vida, constituye una mansión invisible donde primordialmente el dios, en su forma dual de Ometecuhtli y Omecihuatl, forma el principio generador y conservador del universo.
Y este dios que está en lo más alto del universo, y del mundo, solitario y gallardo como un mar de silencio, ha pensado que es necesario que debajo de su mundo oculto, existan otros cielos que llenen el vacío. Y después de mucho pensarlo ha decidido que sean por todos once cielos que surjan a su conjuro, que unidos a los ya existentes sumen 13.
Y Ometecuhtli creó de la nada el tercer cielo, el llamado Teotlauhco, el cielo rojo, morada del dios del Fuego.
Y a su conjuro surgió el cuarto, el llamado Teocozauhco, la mansión amarilla, mansión resplandeciente, región de rayos.
El quinto cielo fue creado para las estrellas y la lluvia. Se llamaría Teoixtac, mansión blanca de los dioses.
Estos tres cielos, los primeros creados abajo del Omeyocan, se llamaron Teteocan, el lugar donde ellos viven.
Ometecuhtli, el que está más allá de la región de los cielos, se detiene.
La creación de los cielos ha principiado. Pero el Teteocan debe permanecer oculto a todas las miradas, debe estar cubierto del más espeso misterio y para ello construye una barrera impenetrable. Jamás su reino podrá estar a la vista de los hombres y por tanto crea un mundo de miles de estrellas, donde crujirán las piedras que están abajo del agua, donde tronarán los granizos que son piedras de agua. Este cielo será de tempestades, formará un archipiélago de islas celestes, brillantes, luminosas, que constituirá la mansión de la vía láctea y el reino del señor de la Muerte. ¡Triste y frío será este sexto cielo! ¡Se llamará Itzapan Nanatzcáyan!
El señor Ometecuhtli proseguirá su obra creadora, creará los cielos inferiores, y es por ello que crea el séptimo cielo. Un cielo azul, un cielo que se llamará firmamento y que es inmenso, el cielo que se ve de día y se llamará Ilhuicatl Xoxoco.
Luego, el señor de la dualidad forjó el octavo cielo, llamado Ilhuicatl Yayauhco, el cielo oscuro de la noche.
El noveno se llamó Ilhuicatl Mamaloaco, el cielo de los cometas, de las estrellas que arrojan flechas. El cielo de las mil estrellas de cauda de oro, de la cabellera inverosímil.
La obra creadora del dios Ometecuhtli no estaba aún terminada. Trece habían de ser los cielos, por lo que creó el décimo, el cielo que habitaría el dios blanco, en donde las tinieblas no se apoderarían de él porque sería el cielo del crepúsculo, en el que aparecería la estrella de la tarde, cielo que se llamaría Ilhuicatl Huitztlan.
El undécimo cielo se llamaría Ilhuicatl Tonatiuh, una mansión amarilla, un cielo rubio, el reino de oro que sería del dios más rutilante y poderoso.
El decimosegundo cielo se llamaría Ilhuicatl Tetlaliloc o Citlalco, el cielo en que se ven las estrellas del Norte y del Sur. El cielo vacío. La mansión de las gotas de agua, el cielo de las lluvias.
Y por último, Ometecuhtli creó el decimotercer cielo, el llamado Ilhuicatl Tlalocatipan Meztli, el cielo más bajo, el último, el que semeja un mar, donde bogarían las nubes y se dormiría el aire. El cielo azul, azul.
Así, el dios omnipotente terminó la creación del firmamento. Su obra estaba terminada.
El último cielo era un hermoso mar de bruma azul…
Aquella extensión etérea, sutil, azulada, constituiría el ligero corazón del firmamento.
¡Los cielos tenían luz!
¡Los cielos tenían sombras!
¡La obra del creador era perfecta! ¡Perfecta!
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Mictlantecuhtli, dios de la muerte
Hermosa era la idea de luz, infinito y vida.
También era hermoso que en el Omeyocan sólo hubiera dioses que habitaran el reino de la luz, pero el dios Huitzilopochtli llegó a la conclusión de que era necesario que el reino de la sombra tuviese un dios, un dios monstruoso que causara temor.
Quetzalcóatl, su hermano, no estuvo conforme con su idea, por lo que le hizo saber que si la inmensidad azul era fluida y acogedora, el fuego reguero de luz, y la llama al elevarse una orgía de belleza y calor, luego, ¿por qué crear algo espantoso?
Y Huitzilopochtli le explicó que, para valorar la vida, había que conocer la muerte, así como no se podía amar la luz sin conocer la sombra; por eso, sólo por eso, había que crear al dios de la muerte.
Mas el dios blanco volvió a insistir, diciéndole a su hermano que, si Cipactli y Oxomo eran semidioses que tenían esencia divina ¿por qué destruirlos?
– Cipactli y Oxomo – dijo Huitzilopochtli – el día y la noche, son inmortales.
Pero Cipactli y Oxomo tendrán descendencia, y la descendencia de esa descendencia ya no será de semidioses, y por lo tanto, ellos no serán inmortales. Por eso hay que crear un reino de paz y silencio, en donde reine la oscuridad y las tinieblas y donde se albergue un dios y una diosa.
Y Quetzalcóatl, convencido, con los razonamientos de su hermano, aceptó la idea; sólo propuso que como el nuevo señor era muy importante, habría que recurrir a la ayuda de sus padres y hermanos.
Poco después Camaxtle iba en busca de los señores de la dualidad.
El Tlacapillacihualóyan, el taller divino, estaba solo cuando llegaron los dioses creadores.
Una neblina azulada y salpicada de puntitos centelleantes y luminosos lo invadía todo. En silencio, los cuatro esperaban la llegada del dios dador de la Vida, y poco después hacía su entrada tan omnipotente señor, acompañado de su esposa. La premura con que le habían llamado, le hizo suponer que el asunto por tratar era de importancia.
Así era, en efecto. Era necesario crear a los dioses de la sombra y el silencio.
De acuerdo padres e hijos, las manos creadoras, se movieron afanosamente, y poco después surgían dos terribles figuras, mismas que, al verlas, causaron sorpresa a los dioses.
Ometecuhtli y su compañera Omecihuatl, al instante hablaron:
¡He aquí al señor Mictlantecuhtli y a la señora Mictecacihuatl, señor y señora de la muerte!
¡He aquí a los nuevos dioses de la sombra!
¡He aquí a los señores que gobernarán la región del norte!
¡Mancebo ágil él, señora de fúnebre hermosura ella!
Y los nuevos dioses fueron vestidos con trajes negros y oscuros. Los dioses le colocaron a él, un casco con el símbolo de la muerte. A la señora la engalanaron con pulseras y brazaletes de azabache.
A la espalda de él, los dioses colocaron penachos luctuosos.
Y cuando terminaron, los dioses se recrearon con su obra. Allí estaban ante ellos, inmóviles, sin vida, los señores de la Muerte.
Pero los dioses de la dualidad, al instante, soplaron sobre ellos, y en esas cuencas vacías brotó una chispa, y en el lívido y casi verde color de su piel, pareció palpitar la vida.
Y esos seres espantosos empezaron a moverse, y a caminar, y llegaron ante los dioses de la Vida y sus cuatro hijos y contemplándolos con sus cavernosas pupilas violáceas, se postraron ante ellos en profunda salutación, y ambos hablaron:
¡Oh dioses! Yo soy el dueño de las distancias yermas y tristes. Mi territorio será inconmensurable.
“Mi reino será de eterno recuerdo e inmensa amargura, allí no habrá jamás ni ecos ni rumores, allí siempre se helarán las risas.
“Yo soy el señor de un mundo sin esperanzas y sin luz, donde tendrán albergue el misterio y la tristeza; soy el soberano de un mundo glacial en el que siempre habrá mucho frío y jamás llegará un rayo de luz. Soy el amo del silencio, el rey del olvido, el señor de los muertos.
Y la señora Mictecacihuatl prosiguió:
Nuestro reino será para todos, chicos y grandes, ricos y pobres, bellos y feos, buenos y malos. Todo lo creado vendrá a nosotros. Allí todo desaparecerá y reposará. Nuestro poder es omnipotente. ¿Quién puede lograr que una hora o un día sea alargado para evitar nuestra misión? ¡Nadie! Somos a quien nadie invita y siempre llegamos puntual. A quien nadie espera y siempre llegamos oportunamente.
“ Y como la esposa del señor Mictlantecuhtli, soy la señora de los espectros. En mi palacio reinará la noche con sus cendales de abismo, y el misterio palpitará allí con sus bellezas de silencio y las noches con sus atractivos de arcano...Yo, como mi esposo, digo: hoy se es y mañana no se existe. Y cuando fuere de mañana, se pasará a la noche. Existiendo nosotros se vivirá prevenido.
Y los dioses recién creados guardaron silencio. En el Tlacapillahualóyan ni un susurro se escuchaba.
Mas volvió a oírse la voz de Ometecuhtli:
Por este nuevo reino y estos nuevos dioses se reconocerá la gloria divina y vendrá el perfecto desprecio a lo superfluo, y el ardiente desea de aprovechar el bien, de amar a la virtud, al trabajo, a la obediencia y al renunciamiento de sí mismo. Por la creación de estos dioses muchas cosas buenas surgirán. De cuánto peligro ellos librarán, con cuán grave espanto los humanos vivirán. Pero el día vendrá en que la hora de estos dioses sea hora de alegría. Vendrán tiempos en que sabrá comprenderse que la muerte llega a todas partes cuando nadie la espera y lo abarca todo, y por virtud suya, la vida pasará como sombra rápida. Por ello, se debe pensar que se es peregrino y que hay que aguardar su presencia con el corazón libre y levantado, porque no existe cosa permanente.
Y el dios Dual calló, y los cuatro hijos de la pareja divina contemplaron pensativos a los nuevos dioses, y cuando en el taller divino el silencio se hacía compacto, la voz de Tezcatlipoca se escuchó:
Bien, han sido creados estos nuevos dioses, pero aún se me hacen poco fieros y espantosos. Todos los seres, ante su presencia, deben de sentir miedo y escalofríos. Ellos no son lo suficientemente horribles. ¿Por qué no les colocamos máscaras de cráneo y les damos ornamentos de huesos?
Los dioses creadores aceptaron y la idea y al instante adornaron a los dioses de la sombra con esos nuevos atributos, y cuando terminaron su obra, exclamaron:
¡Estos son Mictlantecuhtli y la señora Mictecacihuatl, los señores de la Muerte, que habitarán la casa oscura, la llamada Mictlán, la Mansión de los Muertos.
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - El calendario
A pesar de que hacía mucho tiempo que los dioses Quetzalcóatl y Huitzilopochtli habían creado a los primeros seres del Omeyocan, éstos vivían desordenadamente bajo la indecisa luz del medio sol.
Para ellos era lo más natural, a voluntad de sus deseos, dormir o despertar indistintamente, sin ritmo, sin norma.
Para ellos no existía ningún fenómeno que les hiciera normar su conducta.
Los lapsos activos y pasivos de su vida, eran irregulares. Observando tal cosa, Quetzalcóatl, el dios de la inteligencia, decidió ayudarlo a seguir normas que rigieran su existencia. Así que decidió enseñarles ciertos misterios.
Cipactli y Oxomo acababan de despertar. Se había efectuado el Omeyhualiztli, la marcha de dos, en matrimonio, la unión de dos personas.
Sus pupilas estaban tan llenas de luz, que no habían tenido tiempo de mirar hacia lo alto.
Fue por eso que, después de mucho, sorprendieron allá en la inmensidad, una luz blanca y brillante, y en contraste, una nube oscura que era toda sombra.
Cipactli, sorprendido, exclamó:
¡Oh dioses, dadme el entendimiento necesario para comprender éste misterio. Reveladme el significado de esto!
Y allá, como en eco, sorprendió voces:
Esta es la luz que, rasgando el cielo, se despliega y vibra en el infinito.
¡Yo soy la sombra! Mi color no tiene luz. Soy negra como las fauces del abismo.
Ha nacido la luz y la sombra. A la luz ha de seguir la sombra.
En el Omeyocan habrá ciclos de luz y de sombra.
Oxomo guardaba silencio. Cipactli, anonadado, bajó la cabeza sintiendo un tumulto de interrogaciones múltiples.
En el corazón de la primera pareja se clavó el temor ¿Qué significaba esa luz? ¿Qué significaba esa sombra?
Oxomo tomó en silencio su acaptelatl o calabazo, en el que guardaba los ocho maíces de colores que le diera el dios Quetzalcóatl para sus prácticas de adivinación.
Y como ella había sido ungida con el arte adivinatorio, podría leer el futuro, ella rasgaría las tinieblas del pasado; así descubriría ese secreto que era sólo de los dioses.
Mas cuando Oxomo iba a arrojar al aire los granos mágicos, ante ellos se presentó Quetzalcóatl, quien les hizo saber que los dioses le enviaban para descubrirles un gran secreto, mas era necesario que primero les enseñara a reverenciar a los dioses.
Así, les enseñó a orar y después a hacer penitencia.
Les descubrió que la sangre que corría por su cuerpo era para los dioses como licor divino y que constituía la mejor ofrenda para las divinidades.
Y Cipactli y Oxomo, humildemente, no tardaron en ofrecer el primer sacrificio a los dioses del Omeyocan. Cipactli se pinchó el cuerpo y las piernas, en cambio, Oxomo sólo el lóbulo de las orejas.
Luego, el dios los condujo a un lugar oculto, parecido a una cueva misteriosa a la que el dios llamó Coatlán, en donde Cipactli y Oxomo se postraron sumisamente ante él.
Allí, Quetzalcóatl les hizo saber que con anunencia de sus poderosos padres, señores creadores, les iba a revelar el gran secreto.
Y ante el asombro de los primeros semidioses del Omeyocan, Quetzalcóatl habló:
Cipactli, Oxomo. Con la luz y la sombra, flecha luminosa y flecha negra, los dioses han creado el gran misterio del tiempo. El día que es luz, en consorcio con la noche. El día, varón, casado con la noche mujer.
“Y de esa unión de dos, de ese matrimonio ha de nacer el tiempo, como del matrimonio vuestro, Cipactli, la luz, y Oxomo, la noche, de esos amores de la luz del día con las tinieblas de la noche nacerá Piltzlintecuhtli, el hijo llamado tiempo.
“Y desde este momento se llamará al lugar donde vosotros habitéis, Omeyecualiztli, el génesis de la luz, la creación del tiempo, el sagrado camino que se llama eternidad.
“Al día, se le llamará Tonalli, a la noche Yahualli, y al tiempo Cahuitl.
“Vosotros, por lo tanto, seréis las primeras criaturas que llevaréis cuenta de los días.
¿Cómo?
Por la sucesión de la luz y la sombra. El principio de Tonalli, el día, se llamará Iquiza, y el medio día, Nepantla.
“El principio de Yohualli, la noche, se llamará Onaqui, y la media noche, Yohualnepantla.
“La mañana se dividirá en dos tiempo, así como la noche. Luego se dividirá la mañana en ocho tiempos y la noche en ocho tiempos. Y a esos tiempos divididos se les llamará Iz-Teotl-aquí está el dios.
“Con veinte días se formará un mes, y con trece meses un año de 360 días, que se llamará Tonalámatl, el año ritual.
“Y tú, Cipactli, y tú, Oxomo, para llevar cuenta del día y de la noche, marcarán con ocho rayas rojas el día y con ocho rayas negras la noche, y todo el día, con 16 bolitas.
Luego, Quetzalcóatl se fue a reunir con los dioses, quienes estuvieron de acuerdo en que era necesario instruir a los semidioses del Omeyecualiztli, en vista de que ellos carecían de la noción de la luz y la sombra, y por lo tanto, del tiempo; lo que causaba desconcierto en los dos primeros seres creados, los cuales no sabían cuándo deberían descansar, caminar, reverenciar o sacrificar.
Además, los dioses felicitaron a Quetzalcóatl, el creador, por su acierto al darles a los primeros habitantes del Omeyocan, sólo los indispensables conocimientos, porque ya vendrían tiempos en que habría necesidad de proporcionarles la noción perfecta de la división del tiempo.
¡Lo enseñado era bastante!
Para ellos era lo más natural, a voluntad de sus deseos, dormir o despertar indistintamente, sin ritmo, sin norma.
Para ellos no existía ningún fenómeno que les hiciera normar su conducta.
Los lapsos activos y pasivos de su vida, eran irregulares. Observando tal cosa, Quetzalcóatl, el dios de la inteligencia, decidió ayudarlo a seguir normas que rigieran su existencia. Así que decidió enseñarles ciertos misterios.
Cipactli y Oxomo acababan de despertar. Se había efectuado el Omeyhualiztli, la marcha de dos, en matrimonio, la unión de dos personas.
Sus pupilas estaban tan llenas de luz, que no habían tenido tiempo de mirar hacia lo alto.
Fue por eso que, después de mucho, sorprendieron allá en la inmensidad, una luz blanca y brillante, y en contraste, una nube oscura que era toda sombra.
Cipactli, sorprendido, exclamó:
¡Oh dioses, dadme el entendimiento necesario para comprender éste misterio. Reveladme el significado de esto!
Y allá, como en eco, sorprendió voces:
Esta es la luz que, rasgando el cielo, se despliega y vibra en el infinito.
¡Yo soy la sombra! Mi color no tiene luz. Soy negra como las fauces del abismo.
Ha nacido la luz y la sombra. A la luz ha de seguir la sombra.
En el Omeyocan habrá ciclos de luz y de sombra.
Oxomo guardaba silencio. Cipactli, anonadado, bajó la cabeza sintiendo un tumulto de interrogaciones múltiples.
En el corazón de la primera pareja se clavó el temor ¿Qué significaba esa luz? ¿Qué significaba esa sombra?
Oxomo tomó en silencio su acaptelatl o calabazo, en el que guardaba los ocho maíces de colores que le diera el dios Quetzalcóatl para sus prácticas de adivinación.
Y como ella había sido ungida con el arte adivinatorio, podría leer el futuro, ella rasgaría las tinieblas del pasado; así descubriría ese secreto que era sólo de los dioses.
Mas cuando Oxomo iba a arrojar al aire los granos mágicos, ante ellos se presentó Quetzalcóatl, quien les hizo saber que los dioses le enviaban para descubrirles un gran secreto, mas era necesario que primero les enseñara a reverenciar a los dioses.
Así, les enseñó a orar y después a hacer penitencia.
Les descubrió que la sangre que corría por su cuerpo era para los dioses como licor divino y que constituía la mejor ofrenda para las divinidades.
Y Cipactli y Oxomo, humildemente, no tardaron en ofrecer el primer sacrificio a los dioses del Omeyocan. Cipactli se pinchó el cuerpo y las piernas, en cambio, Oxomo sólo el lóbulo de las orejas.
Luego, el dios los condujo a un lugar oculto, parecido a una cueva misteriosa a la que el dios llamó Coatlán, en donde Cipactli y Oxomo se postraron sumisamente ante él.
Allí, Quetzalcóatl les hizo saber que con anunencia de sus poderosos padres, señores creadores, les iba a revelar el gran secreto.
Y ante el asombro de los primeros semidioses del Omeyocan, Quetzalcóatl habló:
Cipactli, Oxomo. Con la luz y la sombra, flecha luminosa y flecha negra, los dioses han creado el gran misterio del tiempo. El día que es luz, en consorcio con la noche. El día, varón, casado con la noche mujer.
“Y de esa unión de dos, de ese matrimonio ha de nacer el tiempo, como del matrimonio vuestro, Cipactli, la luz, y Oxomo, la noche, de esos amores de la luz del día con las tinieblas de la noche nacerá Piltzlintecuhtli, el hijo llamado tiempo.
“Y desde este momento se llamará al lugar donde vosotros habitéis, Omeyecualiztli, el génesis de la luz, la creación del tiempo, el sagrado camino que se llama eternidad.
“Al día, se le llamará Tonalli, a la noche Yahualli, y al tiempo Cahuitl.
“Vosotros, por lo tanto, seréis las primeras criaturas que llevaréis cuenta de los días.
¿Cómo?
Por la sucesión de la luz y la sombra. El principio de Tonalli, el día, se llamará Iquiza, y el medio día, Nepantla.
“El principio de Yohualli, la noche, se llamará Onaqui, y la media noche, Yohualnepantla.
“La mañana se dividirá en dos tiempo, así como la noche. Luego se dividirá la mañana en ocho tiempos y la noche en ocho tiempos. Y a esos tiempos divididos se les llamará Iz-Teotl-aquí está el dios.
“Con veinte días se formará un mes, y con trece meses un año de 360 días, que se llamará Tonalámatl, el año ritual.
“Y tú, Cipactli, y tú, Oxomo, para llevar cuenta del día y de la noche, marcarán con ocho rayas rojas el día y con ocho rayas negras la noche, y todo el día, con 16 bolitas.
Luego, Quetzalcóatl se fue a reunir con los dioses, quienes estuvieron de acuerdo en que era necesario instruir a los semidioses del Omeyecualiztli, en vista de que ellos carecían de la noción de la luz y la sombra, y por lo tanto, del tiempo; lo que causaba desconcierto en los dos primeros seres creados, los cuales no sabían cuándo deberían descansar, caminar, reverenciar o sacrificar.
Además, los dioses felicitaron a Quetzalcóatl, el creador, por su acierto al darles a los primeros habitantes del Omeyocan, sólo los indispensables conocimientos, porque ya vendrían tiempos en que habría necesidad de proporcionarles la noción perfecta de la división del tiempo.
¡Lo enseñado era bastante!
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sábado, 29 de agosto de 2009
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Oméyotl, dualidad
Una antigua escuela filosófica, sostenía que el origen de todas las cosas es un principio dual, masculino y femenino, que había engendrado a los dioses, al mundo y a los hombres.
Los hombres del Anáhuac llamaban In Nelli Téotl a un ser que para ellos era el verdadero Dios y que para ellos era el verdadero Dios y que en su traducción nos dice eso: el verdadero Dios.
Pero así como la religión hindú concibió su Dios Trino –Trimurti–, Brahma, Visnú y Siva; la católica –la Trinidad–, Padre, Hijo y Espíritu Santo; la náhuatle, la sorprendente cultura nahua, concibió al dios dual, hombre y mujer, llamándole a esa dualidad Omeyotl.
Así tenemos a Ometéotl, expresión de la divinidad en su forma dual –Dios de la dualidad–, dios uno en dos o dos en uno.
Los nahuas, al ver que todo en la naturaleza se reproduce en par, “creyeron lógico hacer para su primera divinidad y por eso llamaron a su Dios Omeyotl , Dualidad”, pero luego, a una persona de esa dualidad la llamaron Ometecuhtli –De los dos, el Señor–, esto es, el varón y a la segunda persona Omecihuatl –De los dos, la mujer–.
Así, Ometéotl era uno como la primera divinidad, y Ometecuhtli y Omecihuatl, cuando el ser uno acaba por ser dos, para poder producir todo lo creado.
Esta noción de dos la encontramos en casi todos los dioses del Anáhuac: así tenemos a Mictlantecuhtli y a su esposa Mictlancíhuatl, Señores de la muerte: Centeotl y Cinteotl, dioses del maíz, y Tlaltecuhtli y Tlalcihuatl, dioses de la tierra.
Al dios dual Ometecuhtli y Omecihuatl, lo pintaban en una sola figura, como se le mira en el Códice Vaticano, sentado en su icpalli real, con el rostro de color natural y las manos amarillas para expresar su dualidad, pues en los jeroglíficos se usa el color natural para representar a los hombres, y amarillo para las mujeres.
Los hombres del Anáhuac llamaban In Nelli Téotl a un ser que para ellos era el verdadero Dios y que para ellos era el verdadero Dios y que en su traducción nos dice eso: el verdadero Dios.
Pero así como la religión hindú concibió su Dios Trino –Trimurti–, Brahma, Visnú y Siva; la católica –la Trinidad–, Padre, Hijo y Espíritu Santo; la náhuatle, la sorprendente cultura nahua, concibió al dios dual, hombre y mujer, llamándole a esa dualidad Omeyotl.
Así tenemos a Ometéotl, expresión de la divinidad en su forma dual –Dios de la dualidad–, dios uno en dos o dos en uno.
Los nahuas, al ver que todo en la naturaleza se reproduce en par, “creyeron lógico hacer para su primera divinidad y por eso llamaron a su Dios Omeyotl , Dualidad”, pero luego, a una persona de esa dualidad la llamaron Ometecuhtli –De los dos, el Señor–, esto es, el varón y a la segunda persona Omecihuatl –De los dos, la mujer–.
Así, Ometéotl era uno como la primera divinidad, y Ometecuhtli y Omecihuatl, cuando el ser uno acaba por ser dos, para poder producir todo lo creado.
Esta noción de dos la encontramos en casi todos los dioses del Anáhuac: así tenemos a Mictlantecuhtli y a su esposa Mictlancíhuatl, Señores de la muerte: Centeotl y Cinteotl, dioses del maíz, y Tlaltecuhtli y Tlalcihuatl, dioses de la tierra.
Al dios dual Ometecuhtli y Omecihuatl, lo pintaban en una sola figura, como se le mira en el Códice Vaticano, sentado en su icpalli real, con el rostro de color natural y las manos amarillas para expresar su dualidad, pues en los jeroglíficos se usa el color natural para representar a los hombres, y amarillo para las mujeres.
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El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Ometéotl, el verdadero dios
Ometéotl, el In Nelli Téotl, el verdadero Dios, el cimentado, el firme.
Ometétolt, el Ilhuicatéotl, el dios celestial, principio cósmico en el que se genera y concibe cuanto existe.
Ometéotl, el que alienta más allá del tiempo y el espacio, el que vive por encima de todo.
Ometéotl, razón y apoyo de cuanto existe y habita en lo más alto del Universo.
Ometéotl, el Moyocoyan, el que se inventa y piensa en sí mismo, del que acerca de su origen, -en el tiempo- no se supo jamás.
Y tan gran Señor, reina en un mundo solitario.
Ometéotl, en ese mundo sin palabras, está sentado en un icpalli adornado de riquísimas plumas, es un ser hermosamente formado, de prestancia real, lujosamente ataviado, en cuyo tocado luce el signo de la luz, formando un mundo resplandeciente sobre la oscuridad de la nada, y atrás de su regio trono, está su nombre representado en forma de jeroglífico, un copalli o corona real, queriendo así representar que era el Dios Principal.
El Señor que todo lo abarca, también es conocido por Tloque Nahuaque, aquél que tiene todo en sí, ser invisible coomo la noche e impalpable como el viento. Omnipresente, dueño del cerca y del junto, tanto en el espacio como en el pensamiento, dueño del espacio y la distancia, todo junto a él, y él también junto a todo.
Ometéotl, el Tloque Nahuaque, el del dominio y presencia en todo cuanto existe.
Y tan gran Señor vive en lo alto, allá sobre la eternidad y el infinito. Esa eternidad que no tiene principio y ese espacio que no tiene principio y ese espacio que no tiene límites.
Ometéotl es dueño y señor del cielo imperecedero, del cielo intangible. Su reino es la eternidad sin principio.
Allí tiene su morada el Señor que todo lo abarca.
Ometéotl, el Ioalnemohuani, el dios de la inmediata vecindad, “aquel por quien todos viven”, el que habita en el punto más alto y del que dependen todas las cosas.
Ometétolt, el Ilhuicatéotl, el dios celestial, principio cósmico en el que se genera y concibe cuanto existe.
Ometéotl, el que alienta más allá del tiempo y el espacio, el que vive por encima de todo.
Ometéotl, razón y apoyo de cuanto existe y habita en lo más alto del Universo.
Ometéotl, el Moyocoyan, el que se inventa y piensa en sí mismo, del que acerca de su origen, -en el tiempo- no se supo jamás.
Y tan gran Señor, reina en un mundo solitario.
Ometéotl, en ese mundo sin palabras, está sentado en un icpalli adornado de riquísimas plumas, es un ser hermosamente formado, de prestancia real, lujosamente ataviado, en cuyo tocado luce el signo de la luz, formando un mundo resplandeciente sobre la oscuridad de la nada, y atrás de su regio trono, está su nombre representado en forma de jeroglífico, un copalli o corona real, queriendo así representar que era el Dios Principal.
El Señor que todo lo abarca, también es conocido por Tloque Nahuaque, aquél que tiene todo en sí, ser invisible coomo la noche e impalpable como el viento. Omnipresente, dueño del cerca y del junto, tanto en el espacio como en el pensamiento, dueño del espacio y la distancia, todo junto a él, y él también junto a todo.
Ometéotl, el Tloque Nahuaque, el del dominio y presencia en todo cuanto existe.
Y tan gran Señor vive en lo alto, allá sobre la eternidad y el infinito. Esa eternidad que no tiene principio y ese espacio que no tiene principio y ese espacio que no tiene límites.
Ometéotl es dueño y señor del cielo imperecedero, del cielo intangible. Su reino es la eternidad sin principio.
Allí tiene su morada el Señor que todo lo abarca.
Ometéotl, el Ioalnemohuani, el dios de la inmediata vecindad, “aquel por quien todos viven”, el que habita en el punto más alto y del que dependen todas las cosas.
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viernes, 28 de agosto de 2009
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Concepto de Dios.
“Donde está el lugar de la luz,
pues oculta al que da la vida”
Cantares mexicanos
¿Qué es Dios?
¿Dónde está Dios?
Pregunta de todos los tiempos.
Desde que el hombre existe, en todos los tiempos y en todo lugar, es la pregunta que se hace.
Y a través de los siglos, aún no se sabe dónde está, cómo es, ni para qué forjó al hombre.
Aún no se sabe nada sobre su carácter, su persona, su vida.
No se ha podido encontrar, aunque el Mundo exista.
De Dios afirman:
Es el Ser Supremo, Creador del Universo, pero en cada pueblo, este ser tiene un nombre distinto.
Los Jamana de la Tierra del Fuego, lo llaman Watauinewa, el altísimo Señor que vive en lo alto.
Los Kurnai de Australia, le nombran Munganngaua, o sea Padre Nuestro.
Los miyot de California, adoran a Gudatrigakwitl, o sea, el Viejo Señor que está arriba, allá arriba.
Los mayas, Hunab Ku, Dios uno, Creador del mundo, que habitaba lo más alto de los cielos.
Brasil tiene a Monan, el antiguo, el viejo, el creador.
En la India es Trimurti, símbolo de los divino,
Los galos, Dis Parte, el progenitor Perun, se llamaba el dios supremo de los esclavos.
En Grecia, Júpiter, el Soberano, el Padre, el Dueño de los hombres y de los dioses.
El dios fenicio, divinidad suprema, Baal, dios supremo, dios por excelencia de Babilonia, Caldea y Fenicia.
Así, en todas las religiones, el concepto de Dios da la idea de ser infinito, perfecto, supremo, eterno, creador y generador.
En todos los tiempos y en todos los lugares, se tiene fe en un ser lejano, benévolo, sabio, legislador, juez y dador.
Este ser celestial puede ser concebido de diversas y extrañas formas, pero lo que se percibe a través del tiempo y del espacio, desde que aflora el primer latido de la civilización humana, es que la idea de Dios es como el nacer de una luz que rasga las tinieblas y con ella, nace también la necesidad de honrar, amar y servir a ese ser invisible y enigmático.
Ese concepto corresponde a Teotl de los mexicanos, al Deus de los latinos, al Dios de los españoles, al Theos de los griegos, al de los hebreos, al Alá de los árabes y al Teutl de los celtas.
Diferentes palabras, pero todas con un solo significado: el misterioso habitante de los cielos.
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viernes, 21 de agosto de 2009
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - El Panteón del Anáhuac
El Panteón del Anáhuac
Las divinidades integrantes de la Mitología del Anáhuac proceden de muy distintas regiones, como la tepaneca, la otomí, la mixteca, la texcocana y otras más.
Sí tenemos que Xipe Totec –nuestro Señor Desollado–, dios de las enfermedades, de las pústulas, del mal de los ojos, dios de los que vivían a la orilla del mar, tenía su origen en Zapotlán, Xalisco.
Xiuhtecutli –Señor de la hierba y del año, Señor del fuego–,se supone de origen teotihuacano.
Quetzalcóatl –dios del viento, la sabiduría y el bien–, es de origen olmeca.
Chicomecóatl –diosa de la tierra–, recibía culto en tierras de la costa del Golfo.
Cihuacóatl –mujer serpiente, diosa madre del género humano, era de la Huaxteca.
Tláloc –dios de la lluvia–, de Teotihuacan.
Yaacatecuhtli –dios de los mercaderes–,tuvo su origen en Cholula.
Tlazolteotl –diosa de los amores impuros, diosa de las cosas deshonestas, diosa de la basura–, era originaria de la Huaxteca.
Si prolíficas eran las deidades del Anáhuac, más prolíficos eran sus hechos y su forma de expresión.
Por ejemplo: en la creación del hombre se asienta que éste se debe a Quetzalcóatl, el que fue al Mictlán en busca de los huesos preciosos que servirían para forjar al hombre.
Otra versión nos da a conocer que fue el Sol, el que al arrojar un dardo sobre la tierra, creó un hombre y una mujer incompletos.
Una más, nos hace saber que los dioses crearon a Cipactli y a Oxomo, el Adán y la Eva de la Mitología del Anáhuac.
Al maíz, como a la creación del hombre, nuestros antepasados le dieron diversos orígenes.
Según algunos cronistas indígenas, el maíz fue obtenido por Quetzalcóatl que convertido en hormiga, entra a los dominios de la hormiga roja, allá en Tonacapan –el ciervo de los Sustentos–, y le roba unos granos del divino cereal. Otra versión nos hace saber que de los amores de Tlazolteotl y el Sol, nace Cinteotl, el dios del maíz.
Una más nos indica que de los amores de Xochiquetzalli y Xochipilli, nace Centeotl, la diosa del maíz.
Y por último existe otro mito: de los amores de Xochiquetzalli y Piltzintecuhtli nace un niño llamado Cinteotl, a quien los dioses roban y entierran y de cuyo cuerpo brotan diferentes alimentos.
Así, a cada hecho mitológico se le da diferente origen, lo que causa desconcierto, a pesar de su belleza.
Es por eso que a través del Mundo Mágico de los dioses del Anáhuac se trata de dar a conocer, sin secuencia a seguir, los más hermosos relatos de los mitos de nuestros ancestros.
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domingo, 26 de julio de 2009
Libro de mitología prehispánica mexicana: El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Introducción, Prólogo
El mundo mágico de los dioses del Anáhuac, de Otilia Meza (publicado en Septiembre de 1981 por Editorial Universo e impreso en México) es un libro de mitología prehispánica mexicana que, aunque es referencia en muchos otros, no se encuentra ya a la venta en librerias (ni en libros viejos) ni disponible en internet (solamente hay referencias a éste en openlibrary o google books pero no para consulta).
En un esfuerzo de preservación y difusión de su contenido me he tomado el atrevimiento de transcribir sus capítulos, pues el primer volumen lo encontré en mi casa, mientras que el volumen dos estaba medio perdido y deshojado en una biblioteca (afortunadamente lo fotocopié completo).
Dicho texto tiene la particularidad de presentar los mitos de manera integrada, como si fueran una sucesión uno de otro y no mitos independientes. En él se encuentran mitos de los pueblos indígenas del México como son los Toltecas y los Mexicas (conocidos como Aztecas).
A continuación comienzo con la transcripción de su introducción y su prólogo.
MITOLOGÍA
Adoptaban los dioses de los
pueblos vencidos, o al recibirlos
de otros pueblos de cultura avanzada,
trataron siempre de incorporarlos a
su panteón nacional.
Códice Florentino
Prólogo
En un esfuerzo de preservación y difusión de su contenido me he tomado el atrevimiento de transcribir sus capítulos, pues el primer volumen lo encontré en mi casa, mientras que el volumen dos estaba medio perdido y deshojado en una biblioteca (afortunadamente lo fotocopié completo).
Dicho texto tiene la particularidad de presentar los mitos de manera integrada, como si fueran una sucesión uno de otro y no mitos independientes. En él se encuentran mitos de los pueblos indígenas del México como son los Toltecas y los Mexicas (conocidos como Aztecas).
A continuación comienzo con la transcripción de su introducción y su prólogo.
Forma parte de la Historia, relatando, si bien de manera enigmática, los grandes cataclismos del mundo o las hazañas de los hombres distinguidos; pertenece a la religión al enumerar los hechos de los dioses, y su culto corresponde a la moral en tanto que explica las reglas de conducta a que los creyentes se sujetan; cae bajo el dominio de la filosofía al juzagar por las leyendas del estado de adelanto alcanzado por los pueblos que las adoptan. No es, pues, un conocimiento de vana curiosidad. Necesidad o simple especulación urgen al hombre a darse cuenta de los objetos que lo rodean. Impaciente por explicarlo todo, cuando no alcanza la solución de un problema, inventa una hipótesis; si el hecho está fuera de la observación, si la inteligencia no puede entenderlo, ni aún siquiera definirlo, o bien lo niega con pretenciosa indiferencia, o se conforma con un mito de su propia cosecha, tanto más apreciable para él cuanto más confuso y enredado es. Las cuestiones que más le importan son las relacionadas con su persona. ¿De dónde viene? ¿Cuál es su Destino en este mundo? ¿Qué término habrá más allá de este mundo? Su vida en el planeta la arregla por la religión, las leyes y las costumbres; en cuanto a lo demás, presa de su propia ceguedad, da rienda suelta a su imaginación y a falta de verdades reconocidas, se conforma con mentiras manifiestas.
Orozco y Berra
Son tantas las fábulas y ficciones que los indios inventaron y tan diferentemente relatadas en diversos pueblos, que ni ellos se entienden entre sí, ni habrá hombre que les tome tino.
P. Mendieta
Adoptaban los dioses de los
pueblos vencidos, o al recibirlos
de otros pueblos de cultura avanzada,
trataron siempre de incorporarlos a
su panteón nacional.
“Ilhuicac in tinemi:
tepetl in tocan ya napaloa,
yehua Anahuatl in momac on mani,
nohuian tichialo cemicac in
tontzazilio ya in tonihtlalilo,
zan titmolilo in momahuizo motleyo.
Ilhuicac in tinemi:
Anhuatl in momac mani”.
“En el cielo tú vives,
la montaña tú sostienes,
el Anáhuac en tu mano está,
por todas partes, siempre eres esperado,
eres invocado, eres suplicado,
se busca tu gloria, tu fama.
En el cielo tú vives,
el Anáhuac en tu mano está”.
Cantares Mexicanos
tepetl in tocan ya napaloa,
yehua Anahuatl in momac on mani,
nohuian tichialo cemicac in
tontzazilio ya in tonihtlalilo,
zan titmolilo in momahuizo motleyo.
Ilhuicac in tinemi:
Anhuatl in momac mani”.
“En el cielo tú vives,
la montaña tú sostienes,
el Anáhuac en tu mano está,
por todas partes, siempre eres esperado,
eres invocado, eres suplicado,
se busca tu gloria, tu fama.
En el cielo tú vives,
el Anáhuac en tu mano está”.
Cantares Mexicanos
Nuestro señor, el dueño del cerca y del junto, piensa lo que quiere, determina, se divierte.
Como él quisiere, así querrá.
En el centro de la palma de su mano nos tiene colocados, nos está moviendo, como canicas estamos dando vueltas, sin rumbo nos remece.
Le somos objeto de diversión: de nosotros se ríe.
Como él quisiere, así querrá.
En el centro de la palma de su mano nos tiene colocados, nos está moviendo, como canicas estamos dando vueltas, sin rumbo nos remece.
Le somos objeto de diversión: de nosotros se ríe.
Códice Florentino
Prólogo
Desde que el hombre existe, ese cielo tan lejano, siempre ha constituido para él un misterio insondable que ha causado su asombro y su curiosidad.
Por siglos y siglos en vano ha tratado de rasgar el azul extendido sobre las alturas, y por siglos y siglos ha luchado por aprisionar los secretos que encierra.
Pero si la contemplación de ese mundo tachonado de estrellas lo anonadó, no menos asombro le causó presenciar las manifestaciones airadas de la naturaleza: rayo, nieve, huracanes, tempestades y tantos fenómenos que lo atemorizaron, máxime que se sintió impotente para destruir la nefasta influencia ejercida sobre su subsistir, lo que le hizo pensar en que todos esos fenómenos debían de tener su origen en el deseo ex profeso de seres invisibles que tenían que habitar en lugares ocultos a donde el hombre no podía llegar, y cuando el habitante de la Tierra supuso que su vida dependía de los caprichos de esos seres, se sintió pequeño, insignificante e indefenso.
Por tal cosa surgió en su mente el mundo de los entes no vistos, pero sí presentidos, que daban la vida, quitaban la vida, que marcaban caminos por seguir según sus caprichos, y con esos seres producto de su imaginación pobló el espacio superior y el espacio inferior.
Así surgieron los dioses de la fuerza potente de la naturaleza que rodeaba al hombre y de ese infinito tan bello pero tan lejano de su curiosidad.
Los dioses fueron creados con atributos humanos, con debilidades humanas iguales a los de sus inventores.
Los dioses del Anáhuac por tanto, eran dioses impulsados por sentimientos humanos, aunque poseedores de fuerzas superiores, de reacciones imprevistas, pues tan pronto actuaban benévola como airadamente, provocando siempre en el hombre, su creador, temor y confusión.
De estas reacciones imprevistas de los dioses, los hombres se vieron en la necesidad, primero de adorarlos, de elevar hasta ellos sus plegarias y sus súplicas, después no sólo oraron a los habitantes de ese mundo sublime, poderoso e infinitamente invariable y desconocido, sino que empezaron a solicitar de ellos protección y benevolencia, y por último, cuando creyeron que los dioses no les daban todo su amparo, entonces pensaron en doblegar las voluntades divinas y dominar los fenómenos naturales. Y surgió un nuevo elemento: la magia.
La magia es un fenómeno primitivo que alcanza su máximo poder en la mente del hombre, y que gracias a esta facultad, el hombre cree desentrañar los secretos del espacio y del tiempo, porque la magia es el arte de hacer cosas extraordinarias y admirables.
Así se forjó el Mundo de los dioses del Anáhuac.
Por siglos y siglos en vano ha tratado de rasgar el azul extendido sobre las alturas, y por siglos y siglos ha luchado por aprisionar los secretos que encierra.
Pero si la contemplación de ese mundo tachonado de estrellas lo anonadó, no menos asombro le causó presenciar las manifestaciones airadas de la naturaleza: rayo, nieve, huracanes, tempestades y tantos fenómenos que lo atemorizaron, máxime que se sintió impotente para destruir la nefasta influencia ejercida sobre su subsistir, lo que le hizo pensar en que todos esos fenómenos debían de tener su origen en el deseo ex profeso de seres invisibles que tenían que habitar en lugares ocultos a donde el hombre no podía llegar, y cuando el habitante de la Tierra supuso que su vida dependía de los caprichos de esos seres, se sintió pequeño, insignificante e indefenso.
Por tal cosa surgió en su mente el mundo de los entes no vistos, pero sí presentidos, que daban la vida, quitaban la vida, que marcaban caminos por seguir según sus caprichos, y con esos seres producto de su imaginación pobló el espacio superior y el espacio inferior.
Así surgieron los dioses de la fuerza potente de la naturaleza que rodeaba al hombre y de ese infinito tan bello pero tan lejano de su curiosidad.
Los dioses fueron creados con atributos humanos, con debilidades humanas iguales a los de sus inventores.
Los dioses del Anáhuac por tanto, eran dioses impulsados por sentimientos humanos, aunque poseedores de fuerzas superiores, de reacciones imprevistas, pues tan pronto actuaban benévola como airadamente, provocando siempre en el hombre, su creador, temor y confusión.
De estas reacciones imprevistas de los dioses, los hombres se vieron en la necesidad, primero de adorarlos, de elevar hasta ellos sus plegarias y sus súplicas, después no sólo oraron a los habitantes de ese mundo sublime, poderoso e infinitamente invariable y desconocido, sino que empezaron a solicitar de ellos protección y benevolencia, y por último, cuando creyeron que los dioses no les daban todo su amparo, entonces pensaron en doblegar las voluntades divinas y dominar los fenómenos naturales. Y surgió un nuevo elemento: la magia.
La magia es un fenómeno primitivo que alcanza su máximo poder en la mente del hombre, y que gracias a esta facultad, el hombre cree desentrañar los secretos del espacio y del tiempo, porque la magia es el arte de hacer cosas extraordinarias y admirables.
Así se forjó el Mundo de los dioses del Anáhuac.
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