viernes, 6 de agosto de 2010

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Nace Piltzintecuhtli

Aquel día, Cipactli contempló pensativo la mazorca del nuevo Sol, que extendía su velo de luz por los confines del cielo.

Allá, en el Omeyocan, los dioses creadores, Ometecuhtli y Omecihuatl, ya habían escogido el “almita” que llegaría al regazo de Oxomo.

A compañera de Cipactli había tirado muchas veces los granos de la adivinación, y esos mismos granos le descubrieron que los dioses ya habían acordado el envío del hijo tan esperado. ¡No tardaría en llegar a sus brazos el nuevo ser!

Cipactli, sin presentir la llegada del viajero, se dirigió a la colina cercana para tañer su caracol, pues había pasado otra hora, una Izteotl – aquí el dios –, en tanto que Oxomo volvió a su malacatl, sumida en hondas ternura.

Cuando iba a empezar a hilar, sintió inexplicables deseos de reposo, por lo que dejando toda actividad fue a refugiar su laxitud sobre el mullido pasto, y poco a poco se fue quedando inmóvil, porque un extraño sopor le cerraba los párpados; después de suspirar profundamente, se quedó dormida.

En tanto los dioses, complacidos, miraban cómo dejaba el cielo “el almita con cuerpo infantil”, forjada y escogida por sus padres.

Aquellos pequeños pies fueron dejando huella en la blancura de las nubes hasta llegar a la tierra.

Y mientras efectuaba el recorrido celeste, Cipactli hacía penitencia y reverenciaba a sus dioses, extrayéndose sangre de las piernas con un punzón de hueso de venado.

Fue entonces cuando escuchó una voz que venía del más allá, que le decía:
– Se acerca el nacimiento de tu hijo. Le llamarás Piltzintecuhtli por ser hijo del día y de la noche. Piltzintecuhtli será el símbolo del tiempo.

“Él será el señor Niño, custodio, guardián y protector de los niños nacidos en matrimonio, por que él es el primero nacido sobre la tierra.

“¡Será hermoso Piltzintecuhtli, el dios niño!

Después, allá debajo de la colina, se escuchó el primer llanto sobre la faz de la tierra.

Junto al telar de Oxomo, y bajo la sombra del frondoso árbol, las manos amorosas de la primera madre construyeron un lecho de musgo y pétalos.

Oxomo, frente al recién nacido, le contemplaba con arrobo y asombro.

¡Bello era el hijo que dulcemente dormía!

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