domingo, 7 de marzo de 2010

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Creación de los cielos

CREACIÓN DE LOS CIELOS



Ilhuicatéotl, el dios celestial, que siendo uno posee al mismo tiempo naturaleza dual, sobre los cielos es rey y señor.

El reino del señor Ilhuicatéotl, también conocido como Ometéotl, es llamado Omeyocan, mansión de la dualidad, fuente de generación de la vida, constituye una mansión invisible donde primordialmente el dios, en su forma dual de Ometecuhtli y Omecihuatl, forma el principio generador y conservador del universo.

Y este dios que está en lo más alto del universo, y del mundo, solitario y gallardo como un mar de silencio, ha pensado que es necesario que debajo de su mundo oculto, existan otros cielos que llenen el vacío. Y después de mucho pensarlo ha decidido que sean por todos once cielos que surjan a su conjuro, que unidos a los ya existentes sumen 13.

Y Ometecuhtli creó de la nada el tercer cielo, el llamado Teotlauhco, el cielo rojo, morada del dios del Fuego.

Y a su conjuro surgió el cuarto, el llamado Teocozauhco, la mansión amarilla, mansión resplandeciente, región de rayos.

El quinto cielo fue creado para las estrellas y la lluvia. Se llamaría Teoixtac, mansión blanca de los dioses.

Estos tres cielos, los primeros creados abajo del Omeyocan, se llamaron Teteocan, el lugar donde ellos viven.

Ometecuhtli, el que está más allá de la región de los cielos, se detiene.

La creación de los cielos ha principiado. Pero el Teteocan debe permanecer oculto a todas las miradas, debe estar cubierto del más espeso misterio y para ello construye una barrera impenetrable. Jamás su reino podrá estar a la vista de los hombres y por tanto crea un mundo de miles de estrellas, donde crujirán las piedras que están abajo del agua, donde tronarán los granizos que son piedras de agua. Este cielo será de tempestades, formará un archipiélago de islas celestes, brillantes, luminosas, que constituirá la mansión de la vía láctea y el reino del señor de la Muerte. ¡Triste y frío será este sexto cielo! ¡Se llamará Itzapan Nanatzcáyan!

El señor Ometecuhtli proseguirá su obra creadora, creará los cielos inferiores, y es por ello que crea el séptimo cielo. Un cielo azul, un cielo que se llamará firmamento y que es inmenso, el cielo que se ve de día y se llamará Ilhuicatl Xoxoco.

Luego, el señor de la dualidad forjó el octavo cielo, llamado Ilhuicatl Yayauhco, el cielo oscuro de la noche.

El noveno se llamó Ilhuicatl Mamaloaco, el cielo de los cometas, de las estrellas que arrojan flechas. El cielo de las mil estrellas de cauda de oro, de la cabellera inverosímil.

La obra creadora del dios Ometecuhtli no estaba aún terminada. Trece habían de ser los cielos, por lo que creó el décimo, el cielo que habitaría el dios blanco, en donde las tinieblas no se apoderarían de él porque sería el cielo del crepúsculo, en el que aparecería la estrella de la tarde, cielo que se llamaría Ilhuicatl Huitztlan.

El undécimo cielo se llamaría Ilhuicatl Tonatiuh, una mansión amarilla, un cielo rubio, el reino de oro que sería del dios más rutilante y poderoso.

El decimosegundo cielo se llamaría Ilhuicatl Tetlaliloc o Citlalco, el cielo en que se ven las estrellas del Norte y del Sur. El cielo vacío. La mansión de las gotas de agua, el cielo de las lluvias.

Y por último, Ometecuhtli creó el decimotercer cielo, el llamado Ilhuicatl Tlalocatipan Meztli, el cielo más bajo, el último, el que semeja un mar, donde bogarían las nubes y se dormiría el aire. El cielo azul, azul.

Así, el dios omnipotente terminó la creación del firmamento. Su obra estaba terminada.

El último cielo era un hermoso mar de bruma azul…

Aquella extensión etérea, sutil, azulada, constituiría el ligero corazón del firmamento.

¡Los cielos tenían luz!

¡Los cielos tenían sombras!

¡La obra del creador era perfecta! ¡Perfecta!

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