sábado, 1 de mayo de 2010

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - La creación de los pequeños seres

El dios Ometecuhtli y la señora Omecihuatl miraban complacidos al mundo creado.

Pero ambos lo consideraron incompleto. ¡Había que poblar la tierra con seres vivientes para romper ese silencio y esa inmovilidad que había debajo de los árboles y los bejucos!

Había que poblar la tierra con animales pequeños que treparan los montes, guardianes de los extensos bosques, con hombrecillos para las montañas y espíritus o duendes para guardar los remansos y los torrentes.

Y al mismo tiempo que lo pensaron, lo hicieron. Poco después, sobre la tierra rondaban pequeños seres alegres y bonachones, iban y venían por montes, cavernas, torrentes y bosques.

Luego, siguiendo su obra creadora, los dioses hicieron surgir de la espesura venados, pájaros, tigres, culebras, jaguares, tapires, puercoespines, tejones, leones, ardillas, monos, armadillos, tlacuaches, coyotes, lobos, zorros, gavilanes, águilas, zopilotes, lagartijas, mariposas, hormigas y mil animales más de pluma y pelo, de alas y patas.

Aquello era un espectáculo increíble de animales de toda especie, de todo color.

Los dioses, al lado de sus padres, observaban el ir y venir de esos nuevos habitantes de la tierra.

Eran grandes, eran pequeños, eran cadenciosos, eran ágiles, eran bullangueros, eran taciturnos.

Sobre la tierra surgió la vida. ¡Vida animal! ¡Vida vegetal!

Allí estaban poblando a la tierra los animales pequeños del monte, los guardianes de todos los bosques, los hombrecillos de las montañas, los espíritus de las aguas.

Pero iban y venían sin encontrar refugio, como desconcertados, por lo que los dioses creadores dispusieron que el venado durmiera en las vegas de los ríos, entre la maleza, entre la hierba, y que en los bosques se multiplicaran.

Las aves habitarían sobre los árboles y los bejucos, allí construirían nidos, allí se multiplicarían.

Los cuadrúpedos buscarían refugio en las cavernas, en los breñales o en el corazón de los bosques. Allí formarían familia, allí se defenderían.

Las hormigas se resguardarían bajo la tierra, las abejas colgarían sus colmenas de las ramas o fundarían su colonia en el hueco de los árboles.

La tierra tenía nuevos habitantes, más estos carecían del sentido del culto que deberían rendir a sus creadores.

Ellos no los alababan, no invocaban sus nombres. Ellos no tenían noción de su creador, no sabían rendir adoración a los dioses.

Y Ometecuhtli y Ometecihuatl, por ello, no recibieron su acatamiento.

Los seres de su más reciente creación sólo chillaban, cacareaban y graznaban, era la única forma de lenguaje que tenían.

Los dioses dual comprendieron que no era posible esperar adoración alguna de seres así.

¡No los llamaban! ¡No los mimaban! ¡Estaban mudos! ¡Mudos!

Y los dioses creadores decidieron cambiar el destino de esos animales. Su alimento y habitación estaría en los barrancos, en los bosques, en los matorrales, nunca tendrían comodidad porque no habían logrado reverenciar a sus creadores, y su destino sería triste, pues sus carnes serían trituradas.

Esa era la suerte de todos los animales, grandes y pequeños. Que había sobre la faz de la tierra.

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