viernes, 23 de diciembre de 2011

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Un paseo por los cielos

Los cuatro dioses vivían alejados, cada uno se había encerrado en su reino.

Camaxtle estaba siempre en la región del Este, ocupándose del nacimiento de la primavera y de la renovación del mundo vegetal. Y no sólo empleaba su tiempo en esos menesteres, pues además se adiestraba en el trabajo de los metales y piedras preciosas, fuera de practicar la caza.

Tezcatlipoca, en la región del Norte, desmadejaba su hastío adiestrándose en las artes de la peletería y el tejido de pluma, además de entretenerse haciendo mil travesuras, debido a su festiva juventud y a su gran alegría.

Quetzalcóatl, en tanto, en la región del Oeste, dejaba transcurrir plácidamente los días, pues además de cultivar con amor todas las flores de los jardines celestes, pasaba el mayor tiempo meditando y orando, dones inherentes, como que él era el patrón de los sacerdotes y de los ritos religiosos.

En cambio, del dios Huitzilopochtli, también llamado Omitéotl, el dios hueso, poco se sabía.
Él siempre estaba oculto en la región del Sur, y sus hermanos suponían que a su fealdad de esqueleto se debía ese aislamiento, aunque sospechaban que su hermano se adiestraba para la guerra y siempre estaba alerta a las señales del tiempo, para estar seguro de que serían benignas las cosechas, las cacerías y las expediciones de conquista.

Pero sucedió que un día los dioses recibieron una invitación, por parte de Tezcatlipoca, para recorrer las amplias extensiones de los cielos, ya que había nuevos habitantes en ellos.

Y fue entonces cuando todos quedaron sorprendidos al admirar a su hermano Huitzilopochtli, quien después de seiscientos años lucía hermoso, pues su esqueleto estaba totalmente cubierto por carne color azul.

El señor del Sur caminaba con paso gallardo, ya que no era un esqueleto.

Aquel primer dios llamado Omitéotl, lucía pródigamente hermoso. Era fuerte y se sentía seguro, y después de alabarle y felicitarle, sus hermanos y él se dirigieron a los ámbitos celestes.

El primer lugar que visitaron fue el cielo en donde habitaba el dios del Fuego, el viejo Huehuetéotl, quien ya no estaba solo pues lo acompañaba Icozauqui, el cariamarillo señor de la luz amarilla, rubia o de oro. Xiuhtecuhtlitletl Señor del año y del fuego, Cuecáltzin, el señor de la Casa de la Llama de Fuego, Ayamictlan, el que nunca destruye, el que nunca muere, el eterno.

Además allí estaban los servidores de tan grandes señores: Xoxoauhqui Xiuhteuctli, el fuego azul; Xocauhqui Xiuhteuctli, el fuego amarillo; Iztac Xiuhteuctli, el fuego blanco y Tlatlauhqui Xiuhteutli, el fuego rojo.


Luego, solícito, Tezcatlipoca les mostró a los guardianes del cielo creados por Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl, sus padres, que eran sólo dos hermosas estrellas, Citlaltona, -luz de estrellas- el varón, y su compañera Citlalnima.

Luego, los cuatro dioses llegaron a donde estaba el dios de la muerte, Mictlantecuhtli y su esposa Mictecacihuatl, quienes, como el dios del Fuego, ya no estaban solos, pues los acompañaban Ixpeuxtequi – el que tiene el pie roto – y su compañera Nexoxocho – la que arroja flores -, Nextepehua – el que esparce cenizas – y su esposa Micapetlacoli – caja mortuoria.

Luego, el dios Tezcatlipoca les llevó al quinto cielo en donde él había creado seres de cinco colores: amarillo, negro, azul, blanco, rojo; después, el dios de la providencia les condujo al cuarto cielo, donde existía una gran cantidad de aves de todos colores, y aves de trino, cuyo delicioso gorjeo producía sonidos inimaginables, las cuales bajaban a la tierra a lucir la gala de sus plumas policromas, y por último, el dios que estaba en todas partes, les condujo al segundo cielo en donde habitaban las espantosas Tezaucihuatl, en forma de esqueletos, que cuando el mundo se acabara bajarían a comerse a los hombres.

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