viernes, 23 de diciembre de 2011

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Xochiquetzal, la compañera

Piltzintecuhtli, el Señor Niño, había llegado a la edad que le transformaría en un hermoso joven.

Piltzintecuhtli, el hijo de Cipactli y Oxomo, era un hombre de perfecta salud e inteligencia despierta.

Por tanto, Piltzintecuhtli había llegado a la edad en que necesitaba compañera.

Los dioses creadores, que habían estado atentos al crecimiento del hijo de los primeros pobladores de la tierra, estuvieron de acuerdo en que tan esbelto y bello joven necesitaba conocer el amor, empero, los dioses se encontraron ante el problema de que por ser Piltzintecuhtli poseedor del don de la inmortalidad, por ser hijo de semidioses, ¿dónde encontrar esposa adecuada? ¿Dónde hallar la compañera digna de su protegido?

Y después de mucho pensarlo, resolvieron que la compañera del joven debería ser formada de los cabellos de la diosa Xochiquetzalli, la diosa de la belleza y del amor.

Los cuatro dioses se dirigieron, por ello, hasta donde la diosa más hermosa del cielo y de la tierra, dormía con sueño de ilusión.

La señora de las flores y el amor sonreía plácidamente. ¡Estaba tan bella!

Tendida sobre colchas de nubes, salpicadas de estrellas, rodeada de rosas encendidas, ella misma parecía otra rosa, mucho más fragante, mucho más delicada, mucho más fina.

Tezcatlipoca se acercó cautelosamente hasta la diosa, cuya cabellera se desbordaba del manto de nubes y estrellas, como larga cauda de sombra negra, muy negra, y con mano firme cortó unas guedejas de su linda cabellera, para después sigilosamente, regresar hasta el lugar donde lo esperaban los demás dioses.

Cuando las tuvieron en su mano, al instante las empezaron a frotar.

Eran guedejas con suavidad de pétalo, olor a jazmín en flor y frescura de rocío.

Y después de macerarlas y mezclarlas convenientemente, empezaron a modelar a la mujer que sería la compañera de Piltzintecuhtli, la que modelaron a semejanza de Oxomo.

Y al nuevo ser le dieron el tinte de la tierra y le hicieron el cabello negro, muy negro.

La creación era perfecta, fina, delicada, de contornos ondulantes. Pero allí estaba, inmóvil, por lo que los dioses, para darle movimiento, soplaron sobre su nariz y luego le mandaron caminar.
¡Qué armonía en el andar!
¡Qué donaire! ¡Qué suavidad!
¡Qué gracia! ¡Qué dulzura!
¡Todo en ella era perfección!

Y la llamaron Xochiquetzal –flor quetzal.

Luego los creadores presentaron su obra a sus padres divinos y a los demás dioses, y los habitantes de los cielos contemplaron extasiados la belleza esplendente de aquella joven mujer.

Todos estaban de acuerdo en que aquel nuevo ser sería la perfecta compañera de Piltzintecuhtli, y cuando todos los ahí presentes estaban más embelesados con Xochiquetzal, llegó Tlazoltéotl, la diosa de los amores impuros, quien dijo:

–Para vuestra satisfacción, ¡oh hijos de los dioses de la dualidad!, vuestra obra es perfecta y elogiosa, pero yo, la diosa de los torpes amores, también admiro la innata gracia de esplendor que ha surgido de vuestras manos. Mas ha llegado la hora de que junto con la bella creación nazcan el dolor, la aflicción, la pena, la congoja, así como el deseo, la posesión y el deleite sensual.

“Como mortal, Xochiquetzal, iniciadora de la descendencia de los habitantes de la tierra, conocerá ella, sus hijos, y los hijos de sus hijos, la noción del dolor y el deseo que le hará poseer la idea perfecta de la verdadera felicidad. ¡Porque el dolor es necesario! El hombre de dulce, lo que es negro y lo que es blanco, lo que es luz y lo que es sombra, así como también debe de conocer el deseo, el deleite sensual que exalte los sentidos y que le haga llegar a la pasión desbordada, al amor exacerbado. ¡Esos serán dos de los nuevos atributos de los hombres!

Y después de que Tlazoltéotl, la diosa de los amores impuros, guardó silencio, los dioses callados y pensativos tomaron entre sus manos la fina obra de su creación y la colocaron sobre una brecha de la tierra, soplando afanosamente sobre los ojos, sobre el cabello, sobre la boca, sobre la nariz y en los oídos, aguardando tras un macizo de jazmines floridos, el esperado encuentro.

Xochiquetzal, lo primero que hizo al abrir los párpados, fue mirar complacida su rostro, reflejado sobre las aguas inquietas de la cercana corriente.

Piltzintecuhtli, que llegaba al río en busca de sus amigos, los pájaras cantores, se detuvo sorprendido al descubrir en el esmaltado espejo de las ondas movibles, un hermoso rostro que parecía sonreírle.

Y al descubrir a Xochiquetzal, comprendió al instante que ella era la elegida por los dioses para ser su compañera. ¡Ya no estaría solo! ¡Ella era el principio de la creación terrestre! ¡Ella sería la flor más preciada de la especie humana!

Y Piltzintecuhtli conoció la felicidad.

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