domingo, 20 de diciembre de 2009

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - El primer hombre

En la infinita extensión del Omeyocan, todo era tranquilidad.

Los dioses creadores, absortos en la contemplación del medio sol, casi se habían olvidado del dios Viejo, de Huehueteotl.

Pero a pesar del medio sol, sustancia de Quetzalcóatl, a pesar del fuego vivificante, se sentían aburridos.

Cada uno en su reino cardinal dejaba correr su existencia sin zozobras, pero también sin alegrías.

Nadie intentaba nada. Nadie pensaba en nada.

Pero sucedió que otra vez se reunieron los dioses Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, y de común acuerdo se dirigieron al Tlacapillacihualóyan, el taller sagrado poco visitado por sus augustos padres y hermanos, y allí pensaron que deberían forjar un ser que no fuera dios, algo así como un semidiós, que alegrara con su presencia las vastas regiones del Omeyocan.

Y así como lo pensaron lo hicieron.

Los dos forjarían un ser hermoso que alegrara los ojos y pudiera aprisionar en su interior partículas de la esencia divina.

Y los dioses empezaron a moldear una sustancia suave y maleable, xtraída del azul confín, era como mil partículas que flotaban en el ambiente del Omeyocan, partículas que los dioses convirtieron milagrosamente en la primera materia, delicada y agradable.

Y poco después las manos divinas comenzaron a moldear al nuevo ser.

Sobre una forma dura, fueron colocando la misteriosa materia que permitió darle forma, una forma armoniosa, de grata prestancia. Luego, como la notaron incompleta, le moldearon manos para que trabajara, construyera y creara, y pies para que le llevaran a todas partes, a todos los caminos por recorrer.

Los dioses, atentos, la observaron, aún estaba incompleta; entonces le dieron ojos para que pudiera contemplar todo lo que le rodeaba, constituyendo tal cosa la maravilla de las maravillas, pues sus ojos serían el espejo que le permitiera descubrir la bondad y grandeza divinas.

Luego, esos mismos dioses creadores le dotaron del don de poder escuchar todos los rumores, todos los gritos y todos los ecos que le rodearían. Luego le ofrecieron la dádiva de paladear todo lo agradable a su alcance y de poder gustar de todos los olores, de palpar todas las cosas, y como si fueran pocos tantos dones, le dieron la voz, esa manifestación divina que le permitiría externar sus sentimientos: porque ese ser contaría con un corazón que latiría y un cerebro que le permitiría pensar; porque todo en su interior sería armonía, una armonía de ser privilegiado. Y ya forjado el nuevo ser, los dioses contemplaron su obra satisfechos. Allí, frente a ellos, estaba erguido, y su andar era rítmico.

Concluida su obra, llamaron a sus padres y hermanos.

Asombrados quedaron de la obra de los dioses Quetzalcóatl y Huitzilopochtli.

Aquella creación divina era un milagro, que por ser forjada por dioses creadores y poseer esencia divina, constituía el primer ser real y verdadero del Omeyocan.

Pero Ometecuhtli y Omecihuatl, el dio dual, comprendieron que todavía no estaba completo tal ser, por lo que ante el asombro de sus hijos, le dotaron de poder ilimitado, de inteligencia infinita, de voluntad suprema, es decir, colocaron en su interior una partícula de su esencia, dándole a su corazón el don de sentir y a su cerebro y a su alma el de voluntad suprema.

Ese ser hablaría, reiría, lloraría, conocería la tristeza y el dolor, la alegría, el frío y el calor.

Ese ser privilegiado tendría sensaciones complejas como el hambre y la sed, pero el alimento por sí solo no le bastaría para nutrir a su cuerpo, necesitaría respirar como primera condición para vivir, y Ometecuhtli y Omecihuatl, los omnipotentes, crearon el aire que fluyó en torno de él.

Así el primer hombre fue dotado de alma, corazón y cerebro.

Y a este primer hombre le llamaron Cipactli, la luz de arriba, la luz creada.

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