domingo, 20 de diciembre de 2009

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - El medio sol es colocado

En torno de Quetzalcóatl y Huitzilopochtli se habían reunido Tezcatlipoca y Camaxtle, así como el insigne Ometecuhtli y su compañera Ometecihuatl, Padre y Madre de la Creación, que ostentaban sobre la frente el signo de la luz, emblema de la inteligencia y del fuego creador.

En el Tlacapillacihuealóyan, el taller sagrado, los dioses observaban en silencio la nueva creación.
Pero tras el silencio vino la palabra:
Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, hijos míos. Tiempo ha que fluía en mi pensamiento un nuevo concepto de la luz.
Han pasado seiscientos años en que vosotros, los cuatro, habitan el Omeyocan. Hasta hoy la infinita extensión ha estado sumergida en un océano de tinieblas. Pero llegó la hora de la luz. ¡Hoy brota la luz! ¡Por tal cosa el Omeyocan, el lugar dos, está de fiesta! ¡La fiesta de la luz, porque vuestro hermano Huitzilopochtli sostiene en estos momentos en sus manos ese maravilloso medio sol, un medio sol hecho de fuego con la esencia divina de su hermano Quetzalcóatl! ¡Este medio sol es hermoso! Pero, ¡oh dioses! ¿Cómo será esto? ¿Dónde vais a colocarlo para que cumpla su misión de alumbrar?

Y Huitzilopochtli, al instante, le hizo saber a su augusto padre que ese medio sol sería colocado en lo alto del Omeyocan, para que esplandeciera desde el cielo y las neblinas se ahuyentaran.

Y la diosa Omecihuatl, con una luz nueva en sus pupilas, llena de emoción aseguró:

¡Quetzalcóatl, delicado hijo mío, es hermoso este medio sol! ¡Qué portentoso pensamiento concibió esta creación y qué grandiosa la gloria de su destino! ¡Y grandiosa donación fue tu esencia mezclada con las brasa del brasero divino, pues con ella, las manos de tu hermano Huitzilopochtli hicieron la mezcla de ese medio sol, que prendido en el infinito en sitial de privilegio, constituirá el primer sol de la creación!

Después, Quetzalcóatl tomó de las manos de Huitzilopochtli el maravilloso medio sol.

En el ambiente saturado de misterio del Omeyocan, todo fue quietud inusitada. Quetzalcóatl, en silencio, deslizaba su egregia figura en movimientos rítmicos, acompasados, inmerso en el profundo sentido de sus oblaciones.

Sus delicados pies, blancos como la neblina, iban dejando tenue polvo de constelaciones sobre la alfombra azul del infinito.

Y el hijo de los dioses iba ungiendo con la tibia caricia de sus manos portentosas, los contornos de aquel sol medio fabuloso y legendario.

Y el infinito se desbordó en canciones de rendida alabanza.

Y la luz que brotó de ese medio sol, atravesó la inmensidad del sagrado Omeyocan, la morada oculta de los dioses de la Creación, y por los confines del infinito se fue extendiendo la luz. ¡La Luz!

Por el Oriente y el Poniente, por el Norte y el Sur, brotaron opulentos regueros de luz. La luz iba derramándose por el Omeyocan. ¡La luz! ¡La luz de ese medio sol que era Quetzalcóatl!

¡Era la luz del primer astro!

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