miércoles, 23 de febrero de 2011

El mundo mágico de los dioses del Anáhuac - Tláloc el que hace germinar

Los dioses Tezcatlipoca, Camaxtle, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, decidieron crear nuevos dioses.

Era necesario que de aquella tierra recién forjada, nunca desapareciera su verdor y su esplendente belleza.
¿Pero, cómo hacerlo? ¿acaso con el agua salada del mar? ¿con las aguas que tenían cauce fijo? ¡Eso no  era posible!

Los lejanos bosques, la vegetación de los altos cerros, las campiñas sin ríos, la tierra de labor alejadas de las corrientes de agua, irremisiblemente se secarían sin el agua que cayera del cielo.

Por eso era necesario crear al dios del Vino de la Tierra.

Habiendo decidido tal cosa, los dioses no tardaron en concentrarse en su labor.
Aquello era un movimiento inusitado, un sorprendente afán de modelar sustancia, de dar forma placentera a la creación divina.

Poco a poco de las manos de los dioses fue surgiendo el nuevo señor, que era bien formado y a quien le pintaron de negro el cuerpo para que con ello se significara la nube tempestuosa; luego lo vistieron con los colores azul y verde, simulando el agua. Le colocaron en la mano una aguda vara de oro en forma de espiral para que significara el rayo.


En la cabeza le pusieron un tocado de plumas blancas de garza, que representarían a las nubes blancas, y sobre el rostro, una máscara de serpientes entrelazadas, que formaban un cerco alrededor de los ojos y juntaban sus fauces sobre la boca del dios, dándole un aspecto fiero, ya que en su mano estarían las inundaciones, las sequías, el granizo, el hielo y el rayo. Aquel dios iba a ser beneficio, pero también sería temido por su cólera, pues él sería señor de las aguas terrestres y del mar, enviaría el granizo, los relámpagos y las tempestades. Luego, los dioses decidieron adornarlo, por lo que le colocaron al cuello una gargantilla verde de piedras finas, túnica azul adornada con una red de flores, ajorcas de oro en brazos y piernas y sandalias azules.

¡Hermoso había quedado el dios de la lluvia y la vegetación!

Ese nuevo dios llevaría el nombre de Tláloc ­­­- el que hace brotar - , el vino de la tierra, “Él haría germinar las cosas”.

Después de admirarlo ampliamente, los dioses comprendieron que no estaba completa su obra, ya que a ese dios había que darle compañera. Y los cuatro hijos de los señores de Omeyocan, acordaron crear a la diosa de los lagos y los mares, a la que llamarían Chalchihutlicue, la de la falda de jade – Diosa de las Aguas -.

Y así, de sus creadoras manos surgió una figura femenina de gracioso rostro y finos contornos.

Era una diosa grata a la vista, y para hacerla más bella, le colocaron al cuello un collar de piedras preciosas con un medallón de oro, zarcillos de mosaico de turquesa y en el huipilli y cuéyetl azul claro, caracolitos marinos, y en la mano izquierda una rodela con una hoja ancha y redonda, hoja de planta acuática.

A esa hermosa diosa le dieron por flor predilecta el nenúfar, la blanca flor de los lagos; además, la calzaron con sandalias blancas.

Esa hermosa diosa creada por los dioses, sería la compañera del dios Tláloc, la que tendría poder sobre las aguas de los ríos y de los mares, la que podría ahogar a los que anduvieran en el agua, y ella acarrearía cuanto quisiera: tempestades y torbellinos, y si su deseo fuere así, hundiría las canoas.

Y terminada la creación del dios Tláloc y su compañera Chalchiuhtlicue, los cuatro dioses comprendieron qué bien habían aprendido de sus padres el difícil arte de crear.

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